TRIBUNA

El mundo de Obama JAVIER ZARZALEJOS

Decía Churchill que el problema de los Balcanes consistía en que consumen mucha más historia de la que producen. La cita se la escuché a la historiadora Mira Milosevic que es una fuente infalible. Y si la traigo a colación es porque la reflexión de Churchill sobre el desequilibrio entre el consumo y la producción de historia me parece una buena forma de describir la situación de la que parte el nuevo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en vísperas de su toma de posesión solemne.

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La elección de Obama, después de una campaña electoral que ha mostrado la energía de una gran democracia en funcionamiento, ha sido percibida como el acontecimiento fundacional de una era en la historia política de Estados Unidos. Para explicar el sentido revolucionario que se atribuye la elección de Obama se puede recurrir a su condición racial, al hecho de que el apoyo a su candidatura haya supuesto la incorporación masiva -y en no escasa medida, también decisiva- de afroamericanos e hispanos al proceso político central de la democracia americana, o a que se quiera ver en su acceso a la Casa Blanca el fin del consenso liberal-conservador fraguado por Ronald Reagan en la década de los ochenta durante los ocho años de un mandato de proyección tan duradera como el que aquel protagonizó.

De Obama se espera, en unos casos con entusiasmo, en otros con reticencia, que establezca un nuevo paradigma en la política de los Estados Unidos, un paradigma que marque el terreno de juego y conforme la cultura política de la sociedad norteamericana para muchos años. Lo hizo Roosevelt con el New Deal y lo hizo Reagan con una nueva visión estratégica que aplicó con éxito y a la que las políticas de presidentes posteriores, también Clinton, tuvieron que rendir tributo.

A Obama sus seguidores más entusiastas, movidos tanto por el atractivo de su liderazgo como por la demonización de la figura de Bush, le piden que desaloje al elefante de la política de Estados Unidos. El elefante, símbolo del Partido Republicano y, por extensión, del marco de referencia que ha dominado la cultura política norteamericana en las tres últimas décadas, ha venido ejerciendo su peso aplastante sobre las expectativas demócratas hasta la irrupción de Obama. Ahora afronta un serio trabajo de recuperación organizativa y programática que le devuelva su condición de partido de la mayoría para lo cual no sólo tendrá que confirmar la tradicional volatilidad de las mayorías electorales demócratas, sino que deberá actuar sobre aquellos sectores de población que desde las elecciones del pasado mes de noviembre parece claro que se han convertido ya en parte integrante de una realidad que no puede eludir ningún proyecto con pretensiones de ser mayoritario.

Mientras eso ocurre, Obama tiene que dejar de consumir historia y empezar a producirla. En el actual entorno de profundas turbulencias económicas y políticas y de transformación de los equilibrios de poder, el acusado carácter carismático del liderazgo de Obama, por un lado, asegura empuje y un largo periodo de apoyo casi acrítico de la opinión pública. Por otro, suscita interrogantes sobre la imprevisibilidad de sus iniciativas y sobre la propia sobrevaloración de su capacidad de maniobra en un error al que Obama podría verse arrastrado por las grandes expectativas que su presidencia ha generado.

Hillary Clinton -rival implacable de Obama en las primarias y ahora integrada en su equipo en una decisión que sería incomprensible para el sectarismo local- le hizo bajar a Obama de las cumbres retóricas de sus discursos de campaña recordándole que se gobierna en prosa. Y en la elección de su equipo parece haber recibido con aprovechamiento el recordatorio de la ex primera dama.

Los nombres a los que Obama confía su estreno retratan a un presidente pragmático, consciente de la prosa con la que se gobierna y cuidadoso a la hora de asegurar que los complejos engranajes de la maquinaria gubernamental sigan rodando. Su secretario de Defensa, Robert Gates, es un veterano de la administración Bush, artífice político de la estrategia que ha abierto las posibilidades de éxito a la intervención en Irak. Su secretaria de Estado, Hillary Clinton, intercambió con Obama ataques y descalificaciones políticas que no fueron superadas ni de lejos por John McCain en la campaña presidencial, pero es un poder en el seno del Partido Demócrata y un activo internacional que Obama no ha querido ignorar.

Obama ha empezado también a comprobar la otra cara de la prosa del gobierno con la renuncia del gobernador Bill Richardson a la nominación como secretario de Comercio, implicado en una investigación judicial por presunto trato de favor a una empresa, las críticas internas que ha suscitado la designación de Leo Panetta para dirigir la CIA o el esperpéntico episodio de favoritismo y probable corrupción en la sucesión de su escaño de senador por Illinois.

El llamativo silencio del presidente electo sobre la crisis en Gaza abunda en la idea de un Obama atado a la prudencia. Si es prudencia y no desconcierto lo que le ha movido a Obama, hace bien en medir sus palabras.

Contamos con suficiente perspectiva histórica para recordar la presidencia de Clinton dominada por la euforia de la victoria sobre el comunismo y el comienzo firme de un largo ciclo de crecimiento económico en el que Estados Unidos aparecía como la hiperpotencia no desafiada. El mandato de Bush, prácticamente iniciado con los ataques terroristas de Nueva York y Washington, ha marcado la emergencia de una nueva amenaza global y ha mostrado las limitaciones del poderío americano imprescindible, todavía único, pero no omnipotente.

El mundo de Obama, el que identificará su presidencia, está por definir. El escenario ideal es aquel que algunos dibujan con la rehabilitación de la imagen de los Estados Unidos, la eficacia del soft power, la redefinición del papel del Estado sin intervencionismo, la equilibrada gestión de la evolución multipolar del mundo, la acreditación del diálogo con los enemigos, y el realismo sin dilemas morales en la política exterior norteamericana. Pero se trata de eso, de un escenario ideal que tendrá que ser contrastado con un mundo que, como explica Robert Kagan, después de soñar con el fin de la historia se ve de vuelta en ella; un mundo «precariamente suspendido al borde de una nueva era de inestabilidad» que, lo reconozca, o no, seguirá reclamando de Estados Unidos su presencia y su insustituible garantía.