TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

Plegaria por Rafael Álvarez Colunga

A mí que me quemen y que me lleven a Olvera para abonar la tierra. Eso era lo que solía decir Rafael Álvarez Colunga a sus íntimos. Y así, tal como lo recoge Pepe Fernández en su blog, lo habría repetido una semana antes de su muerte a sus amigos, el abogado Antonio Falcón y el farmacéutico Fernando Tirado. A pesar de ufanarse de superar un cáncer, él sabía que tarde o temprano llega el final y el presidente honorífico de la Confederación de Empresarios de Andalucía siempre tuvo claro que no quería pompas vanas. La democracia, a veces, se manifiesta en los duelos. Y excelente prueba de ello resulta que los funerales en memoria de ese boticario que se metió a empresario y que concitaron por igual la presencia y el afecto de su medio sobrino Javier Arenas y de Manuel Chaves, con quien siempre mantuvo una relación cordial a pesar de que, sobre todo en los últimos tiempos, se suscitaran diferencias políticas. Ni faltaron pésames del sindicalismo, entre otros muchos deudos y compañeros de viaje vital.

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Arenas, como él mismo escribió, le recordará siempre como un «buen tío», en el doble sentido de la palabra, que cada domingo le rescataba a él y a su hermano Manolo, del internado sevillano del colegio Claret. A su juicio, Lele -que era como le llamaban sus allegados e incluso aquellos que no lo eran-, «sabía comprender a quien con él estaba, algo imposible para quienes se sienten en posesión de la verdad histórica o social».

Chaves, más allá de las manifestaciones públicas, siempre simpatizó con aquel tipo que siguió los pasos de Manuel Otero Luna al frente de la patronal de Andalucía, precisamente para que dejara de ser patronal y se convirtiese en una organización más propia de su tiempo, lejos de la alargada sombra de caciquismo que todavía alentaba durante el mandato de Martín Almendros, en un periodo en el que, allá por 1982, sus asociados hicieron lo imposible para que el PSOE no gobernase nunca en Andalucía.

Álvarez Colunga, con la sonrisa afable que todos recuerdan, guardaba para sí una tenacidad plusmarquista, que no sólo le permitió prosperar en los negocios sino que logró compaginar la vida empresarial con un marcado gusto hedonista por la fiesta, por los caballos y por el mar, que en su caso fue el morir. Ahora, sus cenizas reposarán en su finca de Olvera -la patria chica de su familia materna-, en esa tierra fronteriza tan próxima a Morón, como Lebrija lo está de Trebujena, en un vértice en donde el territorio de Sevilla se confunde con el de Cádiz. ¿Por qué allí? Quizá porque como quería Fernando Quiñones, Rafael Álvarez Colunga también era un andaluz de todas partes de Andalucía. Y Andalucía era el nombre de la lancha semirrigida tipo Zodiac en la que encontró la muerte a unas cuantas millas de Huelva y en circunstancias que la autoridad judicial todavía investiga pero cuyos indicios apuntan a un simple accidente.

No fue accidental, sin embargo, que a la hora de comprometerse con la transformación de las estructuras empresariales andaluzas, Lele no perdiera de vista al sur. El fue uno de los artífices del relanzamiento de Marruecos como uno de los principales escenarios de las inversiones empresariales que se llevaron a cabo desde Andalucía en las dos últimas décadas, aunque en dicho frente no sólo fue la CEA la que tendió puentes económicos a través del Estrecho, sino que también lo hicieron -y en ello siguen-algunas cámaras de comercio y, por supuesto, la propia Junta de Andalucía. Quizá el mayor legado de Álvarez Colunga sea el de haber representado una definitiva vuelta de tuerca en la imagen del empresariado andaluz, dando al traste definitivamente con aquella siniestra ecuación que enunciaba y denunciaba que si ellos pensaban sólo antiguamente en Madrid y los obreros pensaban en Barcelona, quien pensaba finalmente en Andalucía.

Ahora, quizá la mejor oración laica que cabe pronunciar ante las tierras gaditanas de Olvera donde reposan sus cenizas, estribe en cómo transformar ese rostro humano del empresariado en la condición de emprendedores que muchos otros como Lele, empresarios o trabajadores, sindicalistas o no, intentan reinventar en una provincia en la que siempre resulto más fácil vivir de la economía sumergida o de la sopa boba del Estado, antes que maravillárselas en la aventura de ganarse el pan con el sudor de la frente sin abusar demasiado del sudor ajeno. En su casa infantil conoció a La Niña de Los Peines y Antonio Mairena le presentó a Felipe González. Pero avaló a los comunistas para que pudieran comprar la primera sede del partido en la calle Teodosio de Sevilla. Bético y currista hasta la médula, su espíritu se entremezclará ahora con la tierra de su cortijo gaditano de La Orihuela, donde atesoró carruajes, otra de sus afilones particulares.

Seguro que ese Cádiz póstumo, tan anarquista, tan rojo, tan mano negra, tan salvochea, acoge con agrado la sonrisa de Lele que no guardaba relación alguna con la letra de aquel cante que maldecía a quien vive por mano ajena, con miedo a saber si el patrón llevaba ese día la cara mala o la cara buena. La de él sonreía siempre. Yo nunca le llamé Lele pero me consta que su sonrisa era perpetua y, como el algodón del anuncio o la prueba del nueve, seguro que no engañaba.