REFLEXIONES LA CITA

El placer de clamar al cielo

La mayor parte de las veces que nos sulfuramos por algo no es en respuesta justa a un hecho merecedor de reprobación, sino como acto reflejo de un pensamiento rígido

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No faltan motivos para escandalizarse. Ni en la vida pública ni en la privada. Ni mirando el televisor ni paseando tranquilamente por el parque. Siempre habrá un crimen horrendo ante el que poner el grito en el cielo o un dueño de perro que deje al animal suelto para que ensucie el césped o dé sustos a los niños y contra el cual podamos manifestar airadamente nuestro enojo. Pequeñas o grandes, las cosas que nos indignan están por todas partes, ofreciéndonos la oportunidad de mostrar nuestra rectitud moral, nuestro buen gusto estético o nuestra conciencia cívica. El mecanismo es sencillo: basta con fijar la atención en un hecho objetiva o subjetivamente condenable. Una vez sulfurados, podemos optar por diversas modalidades de indignación. Mascullar improperios. Fulminar al autor del hecho con miradas de reprobación. Mandar cartas de protesta a los periódicos. Montar una coordinadora en defensa de algo, o mejor aún: contra algo.

En muchas ocasiones la indignación es una postura moral necesaria. Expresa la desaprobación de una conducta ajena, pero lo hace de forma vehemente; muy a menudo se acompaña de manifestaciones de ira, irritación o enojo, es decir, de emociones ardientes y enérgicas que ponen de relieve la conciencia de una injusticia o de una transgresión. Nos indignamos escandalizados porque de esa manera «ponemos las cosas en su sitio», señalamos la falta y al mismo tiempo nuestra disposición a plantarle cara, a no tolerar aquello que rompe nuestro orden moral.

Aristóteles, a quien se debe la buena reputación de la indignación, consideraba que ésta iba ligada a la idea de justicia divina: los dioses, capacitados para impartir la suprema justicia, descargaban su furia ('némesis') sobre los hombres para castigar sus pecados. Así pues, los que se escandalizan y se indignan no hacen sino comportarse como seres justos, sensibles, comprometidos con unos determinados valores, no indiferentes hacia el desorden ni el abuso. Cuando el escandalizado dice «esto clama al cielo», en cierto modo se siente guardián de una virtud superior que considera transgredida.

Moralismo intolerante

Posiblemente el civismo bien entendido exija una cierta dosis de indignación. La figura del intelectual comprometido está asociada con el discurso de queja y protesta, de descontento y denuncia sin el cual tal vez no cumpliría su función agitadora.

Pero la indignación también engendra fanáticos. La mayor parte de nuestras indignaciones no son respuestas justas a un hecho merecedor de reprobación, sino actos reflejos de un pensamiento rígido que se defiende no sólo ante las manifestaciones ajenas de maldad o barbarie, sino también ante las de libertad, ingenio, creatividad o discrepancia. Cuando descalificamos algo apelando a razones de orden moral y expresamos de forma indignada nuestra repulsa por ello, quedamos dispensados de cualquier esfuerzo de la inteligencia. El escándalo no admite consideraciones. Una vez instalados en la indignación, toda la nuestra energía se disuelve en odio, ira, rencor, lamento y rabia. Hay que reconocer que tranquiliza mucho sentirse escandalizado por algo, y más todavía manifestar ese sentimiento de la forma más enérgica posible: muchos hipócritas lo hacen y al parecer les funciona.

«Lo serio, ese síntoma evidente de una mala digestión», advirtió Nietzsche. La indignación es con frecuencia el gesto del moralista intolerante al que le duele algo y atribuye la causa de su dolor a un elemento ajeno, cuando probablemente el problema esté dentro de él. Nos volvemos inquisidores indignados cuando somos infelices, quizá por ese miedo espantoso a que otros puedan disfrutar tan característico de la mentalidad puritana. Cuando vemos a alguien visiblemente indignado por alguna causa que no le incumbe de manera muy directa no podemos menos de sospechar que es un pobre desdichado que necesita llenar de irritaciones algún hueco interior que no ha conseguido llenar por medio de satisfacciones. ¿Qué es 'in-dignarse' sino hacerse 'digno', otorgarse una dignidad propia, un estatuto de superioridad moral que al manifestarse de forma seria y circunspecta no necesita más credenciales?

«Qué barbaridad»

No vaya a creerse que la indignación es exclusiva de los anclados en mentalidades arcaicas. Ya sabemos de la extremada sensibilidad de los integristas religiosos que se escandalizan por todo, desde el desenfreno erótico hasta la pérdida de las buenas maneras, o de la cólera de ciertos políticos conservadores anclados en la nostalgia de unos valores pasados. Pero los puritanismos se renuevan generación tras generación, y otros nuevos rigoristas han venido a tomar el relevo. Ahora son los defensores de lo políticamente correcto quienes vigilan incansables el curso de la vida para rasgarse las vestiduras cada vez que alguien se desvía de la ortodoxia dictada por los catecismos al uso.

Todo antes que comprender. Si nos paráramos a pensar en el porqué de muchos de los actos que nos indignan acabaríamos admitiendo que no era para tanto. O que no conduce a nada. Llegaríamos a la conclusión de que, junto a comportamientos humanos inaceptables desde cualquier punto de vista, hay otros que no encierran la gravedad que a primera vista les adjudica la mirada santurrona y mojigata del presto a escandalizarse. O de que simplemente nos vamos haciendo viejos poco a poco, según observaba Manuel Vicent: «La curva de decadencia empieza en el momento en que el sujeto empieza a decir 'qué barbaridad'. Cuando se sorprenda a sí mismo diciendo 'qué barbaridad' más de tres veces al día, tiemble: porque prácticamente está usted muerto».