Las reformas pendientes
Sin duda, la Constitución merece nuestro aplauso. En 1978, transcurridos únicamente tres años desde el fin de la dictadura, ese texto sentó las bases de un sistema político cuya calidad ha sido mayor de la que muchos predijeron entonces. El espíritu de consenso que presidió las deliberaciones de la ponencia constitucional, fiel reflejo, a su vez, de la genuina voluntad de entendimiento que animaba a amplios sectores de la sociedad española, fue la clave del éxito. Gracias a ese consenso, se pudo apostar seriamente por establecer un régimen democrático duradero, garantizar las libertades, transformar la estructura territorial del Estado y facilitar el ingreso de España en la Comunidad Europea.
Actualizado: GuardarLa Constitución, sin embargo, tiene sus limitaciones. Seguramente es en el ámbito de la organización autonómica donde más necesario resulta un cierto aggiornamento. Cuando se hizo la Constitución, muy pocas eran las certezas en este campo. No se sabía si la totalidad del territorio se estructuraría en comunidades autónomas, ni si todas ellas dispondrían de un parlamento con potestad legislativa. Un complicado conjunto de disposiciones regularon múltiples vías de acceso al autogobierno, y los Estatutos se convirtieron en la pieza fundamental para concretar la forma y grado de autonomía que se atribuiría a cada nacionalidad o región. Por esta razón, cuando, con posterioridad, se han querido modificar determinados aspectos de la organización territorial, se ha procedido a reformar los Estatutos.
Ha llegado el momento, sin embargo, de modificar la propia Constitución para adaptarla a la realidad del Estado autonómico, potenciando sus elementos federales. No se trata sólo de mejorar los instrumentos de cooperación entre el Estado y las comunidades autónomas y de reconfigurar el Senado como auténtica Cámara de representación territorial. Se impone, asimismo, especificar mejor el reparto de competencias. El proceso estatutario que se ha abierto de manera un tanto forzada en los últimos años debería culminar ahora en un nuevo pacto constitucional, por el que se fijen con mayor claridad las competencias, aumentando el poder de las comunidades autónomas allí donde la intervención estatal se ha revelado excesiva, y habilitando al Estado para actuar allí donde sea necesaria una regulación o gestión unitarias.
A nadie le puede interesar la posibilidad de tener 17 repartos competenciales distintos, en función de lo dispuesto en cada Estatuto. Ningún Estado federal podría funcionar así. Por otra parte, carece de sentido que, para evitar esa situación perturbadora, se esté confiando en la utilización de un determinado Estatuto como modelo que los demás deban imitar. Alcanzado un grado suficiente de madurez federal, lo coherente sería llevar a la propia Constitución la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Ello no quiere decir que el reparto competencial tenga que ser exactamente igual para todas ellas. Es posible introducir asimetrías, en favor de aquellos territorios que deseen alcanzar un mayor nivel de autogobierno. Pero la matriz del reparto competencial, con todas las categorías jurídicas fundamentales (así, el alcance de lo básico, a efectos de determinar las atribuciones del Estado), debería estar perfectamente definida en el texto constitucional. Lo que no se pudo hacer en 1978 debería ser posible ahora.
Si se llevara a cabo esta reforma, los Estatutos seguirían existiendo, pero su función sería distinta: se limitarían a regular cuestiones puramente internas de la respectiva comunidad, como sucede en los Estados federales. Los Estatutos, además, podrían ser modificados en cualquier momento de modo unilateral, por las correspondientes mayorías cualificadas del parlamento autonómico, sin ser necesaria la aprobación del Estado. Todo ello, naturalmente, con pleno respeto a la Constitución y a las leyes válidamente dictadas por el Estado en ejercicio de sus competencias.
Pero no es sólo la organización territorial la que necesita retoques constitucionales. También deberíamos reflexionar acerca de las reformas adecuadas para evitar las perversiones institucionales a que puede conducir la partitocracia. Es indudable que una democracia moderna no puede funcionar sin partidos, y es razonable que el constituyente estimara necesario fortalecerlos, dada la situación heredada de la dictadura. También está plenamente justificado que el constituyente decidiera atribuir al Parlamento, como máxima institución democrática, la designación de una parte significativa de los miembros de determinadas instituciones de control, como el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. La experiencia ha revelado, sin embargo, que los partidos tienden a abusar de las posibilidades que les ofrece el sistema, premiando en demasiadas ocasiones a personas de su más estricta confianza, en detrimento de juristas de verdadero prestigio profesional.
Es muy legítimo, desde luego, que los partidos apoyen a personas con quienes tengan sintonía ideológica. Lo que no es aceptable es que, dentro del correspondiente sector de opinión, otorguen prioridad a quienes den pruebas de máxima fidelidad, frente a quienes gozan de un más elevado prestigio técnico. Y es directamente fraudulento que los partidos se repartan las designaciones tras un pacto explícito de no vetar las respectivas propuestas. Ante los riesgos que semejantes prácticas suponen para la independencia de los órganos de control, deben arbitrarse medidas eficaces. Así, con respecto al Tribunal Constitucional, seguramente ha llegado la hora de modificar la Constitución y convertir en vitalicio (hasta la edad de jubilación) el mandato de sus magistrados, con el objeto de protegerles frente al esquema de premios y castigos que los partidos pueden caer en la tentación de utilizar. En Austria, Bélgica y Luxemburgo, por ejemplo, los Tribunales Constitucionales cuentan con esta garantía, que resulta sumamente recomendable.
Estado autonómico y Estado de partidos, pues, son dos frentes en los que queda tarea por delante, si deseamos mejorar la calidad de la democracia inaugurada en 1977-78. No es casualidad que la crisis profunda que afecta hoy al Tribunal Constitucional se haya producido, sobre todo, al verse éste obligado a pronunciarse sobre las recientes reformas estatutarias. Un órgano institucionalmente débil no puede lidiar fácilmente con unos partidos políticos que no han sabido ponerse de acuerdo para articular la reforma constitucional que la propia realidad del Estado autonómico pide a gritos.