Pronar o supinar
La tarde en que decidió cambiar su vida, tomó el coche y se plantó en el supermercado deportivo de El Puerto para hacerse con unas zapatillas de deporte. Dice su amigo Pablo que cada vez que uno tiene una idea, millones de personas en el mundo la tienen al mismo tiempo. «Hay un japonés que está pensando igualito que tú». Acertó. La tienda azul de las letras blancas estaba como la feria.
Actualizado: GuardarLa operación era sencilla hasta que supo que estaba más fuera de la ecuación de lo que pensaba. Paralizado ante un mundo de posibilidades que no comprendía leyó «Corredor ocasional». Esas no. Sería rendirse antes de la batalla. El resto de horrorosos modelos con colores, que hasta la víspera no se hubiera puesto ni cobrando, se dividía -cielos- entre universales, pronadoras y supinadoras. Al parecer, los creadores de necesidades habían decidido que los diferentes tipos de pisada necesitaban una suela distinta. Algo así.
La dulce dependienta iba a aclarar su sonrojante duda. Le calzó las zapatillas más feas y un chaleco de neopreno que hablaba -como el salvavidas de su amigo Agustín el de Barbate- con cables y una tobillera, para medir su defecto. Hacía calor y ruido. Pinchaban el hit de la ex de La Oreja, -por cierto canta menos que un grillo pisao-. «¿Corra en línea recta!», ordenó una voz metálica con acento del norte. Y se puso a correr, sudoroso, entre los stands, sorteando una marea de público sonriente. «¿Corra en línea recta!». Se enfadó la máquina. La dependienta apartaba al público, cada vez más sonriente «Dejen correr al hombre por favor». Intentaba distraer su cabeza con alguno de sus enigmas preferidos. Si tuviera que elegir, ¿perdería memoria o sentimiento?
Dejó de correr. «Va a ser que es usted pronador». Vaya. 50 euros después, necesitó tres cervezas, tres para contar el sucedido a sus amigos, con una respuesta desoladora de un tal López: «Querido, las zapatillas no adelgazan».