EL COMENTARIO

Cajero automático

Le complacía realizar la operación, el rito erótico de introducir la tarjeta dorada, marcar la clave secreta y sacar 300 euros contra su cuenta corriente. Con la Visa oro. Ya le dijo el director de la sucursal que a un personalizado cliente de su perfil le corresponde esa modalidad de tarjeta de crédito, más potente y poderosa, como paso previo al mundo exclusivo del platino. Y le gustaba utilizar aquel cajero automático, cercano a su casa, una vecina prolongación de los confortables elementos del bienestar doméstico. Luego la American Express, que no salía cara a cambio de su glamour; la tarjeta de pago fijo y las operaciones aplazadas que se gravaban con un interés rayano en la usura en el que era mejor no pensar. Cada vez se podían hacer más cosas desde la pantalla del cajero automático y entramparse de nuevas maneras. No pudo resistir la tentación de decir que sí al crédito personal de 10.000 euros que le concedían al instante. Hay que cuidarse a uno mismo y vivir el día, y al día. Que las mortajas no tienen bolsillos. A 36 meses iba a costarle su devolución cerca de 14.000, pero cada mes sólo unos 350; eso no se nota.

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Por primera vez sacó dinero contra el crédito de la tarjeta para cambiar de color los números rojos de la cuenta. Pronto, se convirtió en costumbre: abrir un agujero para tapar el anterior; una huida hacia delante con caída asegurada. Y otro crédito con la American Express antes de que se la quitasen, porque solamente con lo del paro no llegaba para la hipoteca encarecida.

Por fin, la cadena de deudas cada vez más cebadas de intereses se rompió y no pudo seguir alimentando la farsa: tarjeta retenida, consulte con su banco, ponía en la hasta hace poco pantalla amiga del acogedor cajero automático que estaba cerca de la casa cuya hipoteca con impagos no fue renegociada. El cliente de perfil oro ahora sólo ofrecía rasgos para la desconfianza; se había atrapado en una red demasiado tupida de deudas diversas.

El cajero automático que era la prolongación de su casa se convirtió en su casa. La tercera noche que durmió en su suelo, la ebriedad le hizo olvidarse de echar el pestillo de la puerta. Unos jóvenes búfalos que estaban de fiesta salvaje se le colaron dentro. Le rociaron con dos líquidos: orina que apenas notó por el pedo y gasolina de una latita que sí notó al ser inflamada. Aulló hasta que le falló el corazón. El cajero no sufrió grandes desperfectos por el fuego y sólo estuvo tres días fuera de servicio.