EL MAESTRO LIENDRE

Ojalá tengas que cerrar

En unos pocos años se ha pasado del servil y necio «el cliente siempre tiene la razón» al chulesco «esto es lo que hay»

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A cada suceso -desde un accidente aéreo a una trágica paliza criminal- le sigue ahora tal exceso de obviedad, exposición y testimonio que, por una cuestión matemática, debe de aparecer algún comentario sensato aunque sea por casualidad. A los reporteros, en prácticas o con un contrato de tres meses, les encargan en realidad que vayan buscando un morbo que da arcadas y humilla a las víctimas. Eso sí, les dicen que es «periodismo humano», para que se confunda con el de siempre, con el bueno, como si alguna vez hubiera existido de otro tipo: vegetal, animal o metafísico.

En uno de esos chapoteos sobre sangre sólida -disfrazados de buena conciencia y mejor intención- llegó el momento de volver a tratar la horripilante muerte del adolescente Álvaro Ussía ante una discoteca. Una persona que pasaba por allí, agredida por un micro, soltó una de esas frases que parecen vacías, cándidas, casuales, pero que encierran toda la sabiduría de una mujer mayor y normal: «No sé por qué la gente va a gastarse el dinero a sitios en los que te tratan mal».

Esa supuesta vaguedad se transforma, de repente, en razón pura e ilustra un fenómeno que los nuevos ricos españoles, incluso los gaditanos, han vivido en estos últimos años en los que nos hemos convertido en la octava po... tencia económica mundial. Durante lo que va de siglo y década, todos hemos vivido un fenómeno insólito, sordo, pero imparable. Hemos pasado del servil y necio dicho «el cliente siempre tiene la razón» a que los consumidores, los que acuden a una tienda, un bar o a cualquier establecimiento sean tratados bajo el eslógan chulesco que reza «esto es lo que hay».

Al margen del espeluznante suceso del madrileño Balcón de Rosales, que merece mucho respeto y mucha prudencia hasta que la Justicia se pronuncie, hay un reguero de anécdotas menores, cercanas y personales, que demuestran que el cliente ha pasado de ser considerado un omnipotente dictador caprichoso a ser tratado como un estorbo prescindible, al que se puede elegir, maltratar y sustituir por otro ya que, por lo visto, hay mucho. Si uno se enfada, ya llegarán otros tres dispuestos a tragar.

Quizás en este momento de parón y reflexión colectiva sea oportuno reivindicar una actitud equidistante entre el cliente maltratador de camareros, ese que levanta mucho el dedo, sisea, que jamás ayuda al que está trabajando, y el consumidor humillado, ese que recibe broncas, groserías, indiferencias, insultos y hasta golpes del que trabaja en un local que, teóricamente, sobrevive gracias al dinero de ese pringado que lo visita.

Los que no somos empresarios pero sí consumidores sólo tenemos la posibilidad de castigar con nuestra ausencia a los que nos gritan «la cocina ya está cerrada» cuando sólo has puesto un pie en el establecimiento; a las vendedoras que no le dan al pause durante la rajada sobre su jefe mientras esperas para preguntarles; al que te sirve con las manos manchadas porque está desayunando a la vez que te atiende; al hortera que te obliga a hacer cola, te escruta o se permite un comentario sobre tu atuendo cuando quieres entrar en un bar; al vendedor de coches o motos que te cuenta las opciones sin entusiasmo porque ha decidido, él solito, que eres otro pesado que realmente nunca va a comprar ningún vehículo; al dependiente que te suelta «eso es muy caro» o «no creo que haya de tu talla» cuando ni siquiera has cogido el pantalón; al veterano currante de la cafetería o el restaurante de toda la vida que sólo trata bien a los consumidores que están a la altura del lugar; al camarero enfadado que, tras media hora de espera, contesta exaltado «un momento» cuando ya se le han concedido muchos y se le pide la venia...

Aunque resulte inocente pensarlo, igual es el momento de que los clientes que saludamos, respetamos los turnos, tratamos de evitar los cabreos, jamás avasallamos e, incluso, dejamos propina, sigamos el consejo de esa mujer anónima y dejemos de ir (siempre, aunque la comodidad o la cercanía nos tienten) a un local en el que alguna vez nos hemos sentido maltratados o, simplemente, en el que hemos visto maltratar a alguien. Da igual que sea una discoteca, una pescadería o un concesionario.

Quizás es buen momento, sobre todo en una ciudad llamada a vivir de los servicios, para recordar que el derecho de admisión no es patrimonio exclusivo de gorilas desequilibrados a la puerta de un pub, de algunos dependientes o camareros sublevados contra su destino laboral ni de algunos comerciales que consideran que ya tienen muchos clientes más ricos que tú. Los que pagamos (mucho, poco, diariamente o de vez en cuando) también tenemos el derecho de admitir lo que estamos dispuestos a tolerar y los sitios a los que no estamos dispuestos a volver. Jamás.

Así salimos de dudas. A ver si es verdad que a esa nueva legión de sobrados les sobrábamos tantos clientes vulgares como nosotros. O no.