ANÁLISIS

Disfrutar del viaje

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Ahora que la victoria de Obama abre la cuenta atrás del fin de sus ocho años de presidencia, uno no tiene más remedio que preguntarse si George W. Bush es un ser humano. O si se quiere plantear la pregunta de una forma menos drástica: si es un ser humano completo. Al conocer el resultado de las elecciones, no se le ha ocurrido otra cosa que desearle al presidente electo que disfrute de lo que va a ser el viaje de su vida. Y se ha quedado tan pancho. Con lo que ha llovido desde el año 2000, cuando el tongo de Florida le puso en las manos la llaves de la Casa Blanca, hasta este 2008 en que los ciudadanos de Florida se han entregado con entusiasmo al candidato que encarna su perfecta antítesis humana y política, el pasmoso ciudadano W. sigue conservando un sentido lúdico del desempeño de su cargo.

Parece que él, desde luego, ha disfrutado del viaje. Para empezar, ha visto mundo, cosa que no había hecho antes de acceder a la presidencia. Ha gozado de las prebendas y de los privilegios anejos a su cargo, sin tener que esforzarse demasiado por ganárselos: sus largas vacaciones se han hecho tan célebres como sus cortas jornadas laborales. Y si bien es verdad que su popularidad se encuentra a niveles subterráneos, y que bajo su mandato los estadounidenses han visto desmoronarse todo el prestigio de su país ante el mundo, Bush conserva la capacidad de sobrellevarlo como si nada de ello fuera con él.

Muchos de sus compatriotas, en cambio, no han disfrutado precisamente del viaje. No disfrutaron los miles que perdieron la vida en las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, cuando sus ineptos servicios de inteligencia fueron incapaces de detectar e impedir el más espectacular ataque terrorista de la Historia, quizá porque andaban demasiado ocupados cumpliendo el encargo de fabricar la patraña de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. No disfrutaron los miles que han muerto en la fallida guerra contra el terrorismo, esa cruzada mendaz y torpe en la que ya puestos se incluyó con calzador el preconcebido capítulo iraquí, aprovechando que el Tigris pasa por Bagdad. Ni las decenas de miles que han vuelto a casa lisiados, física o moralmente: los veteranos de Irak encarcelados por homicidio en Estados Unidos rondan ya los dos centenares. No están disfrutando del viaje, tampoco, los ciudadanos que como consecuencia del hundimiento económico duermen ahora en caravanas o, incluso, en los maleteros de sus coches.

Uno se pregunta si George W. Bush, en la soledad de su examen de conciencia matinal o nocturno, ha desarrollado de veras la capacidad de no pensar en toda esa gente. Ya contamos con que los afganos o los iraquíes que han quedado por el camino como consecuencia de sus decisiones eran un precio que podía pagar gustoso. Hasta se inventó una etiqueta confortable bajo la que archivarlos: daños colaterales. Pero esos miles de ciudadanos norteamericanos que han sido en mayor o menor medida sacrificados bajo su mandato, para acabar obteniendo como único resultado un país más débil y menos respetado en el mundo, ¿no le impiden dormir por las noches? ¿Y no se siente frustrado, humillado, escarnecido, cuando le cuentan que los talibanes vuelven a ser los dueños del 85% del territorio afgano, o cuando escucha a un Ahmadineyad que se permite la chulería de saludar con amenazas bélicas a su sucesor, dándolo a él ya por vencido? ¿No le duele pensar que todo fue nada?

Pues no. George W. Bush, con su impostado gracejo tejano (no se crió allí), anima a Barack Obama a disfrutar del viaje. Quizá resulta pertinente aquí recordar el testimonio de uno de esos veinteañeros norteamericanos que W. y sus compinches enviaron al matadero de Irak. Quedó recogido en el magnífico documental 'Gunner Palace', de Petra Epperlein y Michael Tucker, que narraba el día a día, durante dos meses, de unos soldados de artillería en Bagdad. Aquel chaval, rapero aficionado, venía a decir algo así como que el día que volviera a su barrio suburbial y se cruzara allí con un hombre cualquiera de 50 años que no hubiera vivido lo que él había tenido que vivir en la guerra, no podría evitar mirarlo, pese a los 30 años de diferencia, como quien mira a un niño. Quien decidió convertir a aquel muchacho en un anciano prematuro, ahora lo sabemos, fue otro niño de mente: George W. Bush. Que disfrute lo que le queda del viaje.