Echaron la tarde a muertos
Este es el título de un relato corto de Francisco García Pavón en el que suelo recalar cada mes de noviembre. Plinio, el policía de Tomelloso, y su amigo Lotario, veterinario y compinche, hacen una visita al cementerio del pueblo, para «matar la tarde», y recordar las vicisitudes vitales de algunos de los allí alojados. El texto ofrece jugosas reflexiones: «Los muertos ignoran que están muertos y las sepulturas que son sepulturas. Realmente los cementerios sirven para poco. Meros estímulos de la imaginación. Se ve que desde que el mundo es mundo no se ha sabido qué hacer con los muertos».
Actualizado: GuardarLa relectura ritual de este cuento me reconforta, no sé bien por qué. Esa costumbre, tan nuestra por otra parte, de hacer florecer las tumbas contradiciendo a la lluvia no me atrae demasiado, y la tradición mexicana del altar de los muertecitos y el papel troquelado con calaveras y huesos me da una miaja de grima, a pesar de su alegría gastronómica. Sin embargo, siento la necesidad de festejar de alguna forma (aunando en el significado de 'fiesta' el sentido de felicidad con los de solemnidad y celebración) este mes de los difuntos. Pienso en aquello tan manido de que permanecemos vivos mientras haya quien nos recuerde. Y en que algo de verdad debe de haber en el aserto. Muchas manifestaciones del arte se dirigen en ese sentido: escribir «para la posteridad» también es un intento de preservar la propia vida
El filósofo danés Sören Kierkegaard decía que «el guardar amorosamente memoria de los difuntos es la obra del amor más desinteresada, libre y fiel de todas». Estos días, como los protagonistas del cuento de García Pavón, echo algunas tardes a muertos y, con toda la fidelidad de la que soy capaz, recuerdo a mis difuntos más queridos, para que no se me vayan del todo.