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La guerra mundial de Congo
La concurrencia de los intereses económicos internacionales y las políticas de los Estados vecinos condicionan el futuro de este país africano
Actualizado: GuardarEl horror no finalizó cuando los machetes dejaron de cercenar cabezas. Tampoco tras cesar el flujo de refugiados hutus por la porosa frontera que divide los países ribereños de los Grandes Lagos. Ni siquiera con los cooperantes, aquellos médicos que recuerdan las miles de personas enfermas y exhaustas que acudían a los campos, formaban largas colas esperando urgente atención sanitaria y, discretamente, perecían antes de ser auscultadas. Sí, es cierto que después del genocidio, llegó el silencio. Pero se estaba gestando otro drama, mayor, de unas proporciones que la Humanidad no había conocido desde la Segunda Guerra Mundial.
La reciente ofensiva de Laurent Nkunda se enmarca en el epílogo de un proceso complejo, del que en la última década tan sólo se han tenido noticias parciales, alentadas por crisis humanitarias que evidenciaban una catástrofe convertida en rutina. Su avance 'manu militari' ha recordado que la paz es una ilusión en este país inmenso, a pesar de la esperanza tibia que proporciona una democracia inédita, incipiente y acosada.
El genocidio ruandés, sistemático, cruel, mereció las planas de la prensa internacional, pero hoy se antoja que fue el ensayo y desencadenante de otro conflicto que asoló posteriormente el gigante vecino. Durante cinco años, entre 1998 y 2003, el infierno se desató en el este de Zaire. Se saldó con tres, cuatro, cinco millones de muertos. La grosera imprecisión de las cifras barajadas también demuestra el desinterés hacia una población abandonada a su suerte, víctima de la violencia de todo tipo de milicias, el hambre y la enfermedad.
Evidentemente, la trasposición al otro lado de la frontera del enfrentamiento entre hutus y tutsis fue un aliciente para la conspiración. A mediados de los noventa, el refugio de tantos milicianos enemigos proporcionó argumentos al nuevo gobierno de Kigali para fomentar el armamento de los banyamulenge, congoleños de origen tutsi y aliados naturales, y apoyar a Laurent-Désiré Kabila, un líder guerrillero contrario al régimen que había acogido a las fuerzas derrotadas.
Bocado apetitoso
Pero, más allá de intrigas étnicas y política, entonces, el antiguo Zaire, el actual Congo, era, sobre todo, un escenario demasiado apetitoso y vulnerable para no intentar siquiera probar bocado. Desde la lejana Kinsasha, a más de tres mil kilómetros, Mobutu Sese Seko prolongaba su particular cleptocracia envuelta en ínfulas africanistas.
Con la anuencia occidental, uno de los hombres más ricos del mundo llevaba treinta años intentando mantener una apariencia de liderazgo sobre un territorio inarticulado, víctima de tendencias segregacionistas, como la que había originado la guerra de Katanga, la violencia intertribal, caso de la región de Ituri, y una oposición armada que había encontrado su ocasión para desalojarlo del poder. Ahora bien, tras el fin de la Guerra Fría, ya no era tan importante que estuviera al frente de un poder más teórico que real, especialmente si poseía una imagen tan lamentable.
La ofensiva para derrocarlo fue rápida y pronto fue despojado de su trono, pero los aliados del nuevo presidente pronto se volvieron contra él. Entonces, África se dividió en dos bandos y estalló una guerra que implicó a buena parte del continente. Zimbabue, Namibia, Angola, Chad y Sudán apoyaron a Kabila, mientras que Uganda y Ruanda apoyaban la insurrección, alegando el renovado apoyo a los hutus acogidos.
El combate tenía lugar en la trastienda oriental y el interés común radicaba en el botín. Porque la Guerra Mundial Africana, tal como se la denominó con un sentido hiperbólico, fue también conocida por el título de la 'guerra del coltán', evidencia de que, unos y otros se disputaban la misma rapiña sobre unos recursos minerales inmensos, que incluyen el mineral que alimenta teléfonos móviles y videoconsolas, pero también gigantescas reservas de oro, diamantes o casiterita.
Sin apenas testigos foráneos ni testimonios, más allá de los habituales de las ONG, el conflicto se convirtió en un combate de señores de la guerra con disfraz de oficial, a menudo sostenidos por las empresas de extracción y bien pertrechados por las mejores armerías. Sus nombres apenas adquieren notoriedad en Occidente, aunque dispusieron de un poder inmenso.
Las masacres y saqueos, las violaciones y esclavización de mujeres, la leva de niños, son prácticas documentadas que han dado lugar a la emisión de órdenes de captura desde el Tribunal Internacional de La Haya contra algunos de ellos. Es el caso de Jean Pierre Bemba, líder de una milicia apoyada por Uganda y fracasado político, o Germain Katanga, apodado 'Simba'. Ambos se encuentran ya recluidos y a la espera de juicio, pero ni siquiera los mandos del Ejército regular, no menos peligroso, se encuentran libres de culpa ni susceptibles de ser reclamados por la Corte.
Laurent Nkunda es tan sólo el último en una tradición de caudillos que han perpetuado el conflicto a pesar de los acuerdos de paz, firmados e, inmediatamente, convertidos en papel mojado.