MAR DE LEVA

Manga ancha

El sino de las generaciones parece ser dejar con un palmo de narices a las que les preceden, dejar tamañitas las desmarcadas de sus padres, hasta que las desmarcadas de sus hijos les enseñen que ellos también tienen la fecha de caducidad que a todos nos señala el tiempo.

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Lo hemos visto la semana pasada, aquí en Cádiz, en el tercer Salón del Manga que organiza nuestro ayuntamiento. Treinta mil y pico chavales, que se dice pronto, disfrutando en paz y armonía, que también es de notar, a cuenta de una cultura y unas modas que a los mayores ni nos va ni nos viene, que nos descoloca un mucho, nos descentra un más, y nos deja con la boca abierta, entre el cachondeo y el escándalo. No todos los días se encuentra uno por la calle a riadas de adolescentes y no tan adolescentes convertidos en dibujos animados andantes, en zombis de ojos muy negros o en trasuntos de personaje de manga (o sea, de tebeo japonés, para entendernos), para dirigirse a un encuentro que tiene mucho más de carnaval que de manifestación rebelde, de tribu a su bola que de reivindicación social.

Los demás los llamamos frikis, pero como ellos se sienten orgullosos de serlo, les resbalan las críticas y siguen a lo suyo. Y lo suyo, aunque se escuden en el manga (o sea, en tebeos que se leen al revés y donde los personajes suelen tener los ojos muy grandes, tipo Marco o Heidi) es una pasión desorbitada hacia la cultura oriental, hacia la nipona más concretamente. En realidad, tanto en Cádiz como en el resto de España donde se reproducen cada vez más estos encuentros de «otakus» (me soplan que muy pronto también en Puerto Real), los tebeos japoneses son lo de menos y lo importante es, ya les digo, esa pasión exacerbada por lo nipón. Si se pasaron ustedes el fin de semana por el colegio de San Felipe Neri, verían poco cómic a cambio de mucho disfraz, mucho baile, mucho ajedrez exótico y mucho muñequito o camiseta.

Supongo que ya no nos acordamos de cómo éramos cuando teníamos la edad de estos chavales. Ni, por supuesto, cuando la generación de nuestros hermanos mayores o de nuestros tíos supuso, imitando a Elvis y los Beatles y todo lo que venía de América y hablaba el inglés que todavía no hemos conseguido aprender, la primera ruptura seria de las generaciones en todo el mundo, aumentada entre nosotros porque los rockeros, esos que como Miguel Ríos nunca mueren o como Bruno Lomas, que nunca se debería haber muerto, eran un soplo de aire fresco, juvenil y rebelde contra un sistema de carcamales con bigote y adhesiones inquebrantables.

Nuestra pasión de los años sesenta por lo yanqui y lo franchute (levante la mano quien no estuviera en el mayo francés, aunque no le dé la edad) tiene ahora en nuestros hijos ese reflejo que nos demuestra que los jóvenes se hacen la vida a su medida hasta que la vida les toma la medida a ellos. Y, mientras para ellos su rebeldía y su frikismo se traduzca en carnavales inofensivos, en reuniones de gente de toda España que vienen a lucir los disfraces con cuyas puntadas han entretenido durante meses a sus madres o sus abuelas, no habrá mayor problema. Mejor un baile de máscaras inofensivo que una ofensiva con máscaras en la calle.

Este salón del manga cuya continuidad parece ya asegurada durante muchos años ha tenido, y así lo hemos visto, más espacio para moverse, y sobre todo ha ampliado un poquito ese ghetto auto-impuesto que nuestros hijos frikis se han ido labrando. Las treinta mil personas que han entrado y salido de los patios del colegio no tenían todas la edad del pavo, sino que había muchos padres curiosos por ver qué demonios era eso del cosplay y el para-para. Con lo cual, a lo mejor sin saberlo, empezamos a tender puentes entre una generación y otra, cuyos sueños y metas quizá no hayan sido nunca tan distintos.

Ahora hace falta, de verdad, que en los próximos salones del manga haya más mangas. Los amantes de los tebeos sin denominación de origen lo agradeceríamos.