Aunque tenía un nombre largo que, leído al completo, podía sonar a eso tan sentido del rancio abolengo, Pablo Fernández de Retana, nosotros lo conocimos siempre como Pablo o Pablito, los compañeros, y los chavales como Don Pablo.
Eterno, Pablo. Tan de piedra y tan recio como el mismo colegio. Incombustible, incansable, más viejo que el más viejo de todos los viejos y, al mismo tiempo, el más activo del mundo. Más que los jóvenes. Un torbellino en movimiento. Cuando hace ya quince o veinte años confesaba, un poco ruborizado, su verdadera edad, al momento se le escapaba una sonrisa traviesa que, por un momentito mínimo, desvelaba que en efecto tenía detrás todo ese tiempo de vida vivida. Se nos ha muerto, con 87 años que parecían quince, nuestro Pablo.
No lo conocí como profesor, sino como ese señor algo hiperactivo que subía y bajaba conmigo en el ascensor: ya era viejo cuando yo entré a dar clases. Conocerlo era quererlo. Y ponerte, sí, a veces, muy nervioso. Viajar con Pablo al volante era pasar un mal rato, porque uno nunca ha querido ser ni Chico Monza ni Fangio. Nos acompañó durante muchos años en las excursiones de COU a Italia, y siempre recordaremos su voz, que tan bien aprendí a imitar, y aquel mono azul de muchos bolsillos, y la caja de herramientas gigantesca donde le dio por llevar medicinas para los resfriados de los chavales. En esos viajes no dormía, no comía, no se estaba quieto, hasta el punto de que una mañana tuvimos que obligarlo, allá en Roma, a comerse delante de nosotros un plato de spaghetti al vongole, porque no eramos capaces de comprender de dónde sacaba aquella vitalidad. Los inmortales eternos, ya se sabe, viven del aire.
Ir con él de excursión era arriesgarte a que te sacara fotos encaramado a la Torre de Pisa, ondeando como una bandera al viento y desafiando la ley de la gravedad: anda que no agradecimos que poco después ya no se permitiera el acceso a lo más alto. Eran tradicionales las ristras de fotos que, tras cada viaje, Pablo colgaba en cualquier parte, para que los chavales las escogieran, si salían en ellas. Pese a su afición por la fotografía, creo que jamás logró un buen encuadre. Una vez, de noche, en Montecarlo, después de habernos hecho posar una y mil veces delante de un Ferrari Testarrosa, le pregunté si había conectado el flash. Me dijo que no hacía falta. A la vuelta a Cádiz, cuando vimos que no había salido ni una foto, muy ufano dijo que era porque en Mónaco había sistemas de radiación para que no salieran las fotos. Y se quedó, Pablo, tan pancho.
Pablo era una caja de sorpresas. Hacía trucos de magia y de fakir, te llevaba de excursión en busca de setas y nunca podías asegurar que no acabaras corriendo delante de la guardia civil. Y preparaba con mimo un agua de fuego exquisita, un pacharán de su invención, que luego regalaba con cuentagotas a quienes le dábamos mucho la lata. Precisamente la última vez que hablé con él, en el sempiterno ascensor donde él bajaba y yo subía, o viceversa, yo cargado de libros y él con la compra, fue para comentar que a ver si me regalaba una botellita de esas que tan bien hacía, y él se quejó de que ya no había endrinas, pero que iba a ver si encontraba algún sitio.
Por ahí debe andar ahora, Pablo, nuestro Pablo, tan viejo como el mismo Dios, inmortal ahora de verdad, buscando setas y endrinas, recogiendo a aquellos niños que recogía en el autobús vetusto de un colegio que yo no conocí pero que él siempre quiso, el autobús al que llamaban "el coco", porque se llevaba cada mañana a los niños que dormían poco.
Esta mañana me ha llegado al móvil el mensaje anunciando la muerte de la persona que yo menos pensaba que se podía morir. Descansa en paz, amigo mío. Te echaremos mucho de menos.