La guillotina amenaza el cuello de Brown
Sólo la grave crisis detiene a los laboristas a acabar con su líder
Actualizado: GuardarEn el bello teatro Globe, que es una recreación de aquel en el que Shakespeare estrenó sus obras, hay ahora una, Liberty, sobre el reinado del terror y Robespierre, y sobre un joven que acaba ejecutando inocentes como magistrado en Neuchâtel, para salvaguardar la conquista de los nuevos derechos del hombre.
Según el crítico del Daily Mail, el paralelismo es evidente. «La manera en la que una revolución devora pronto a los suyos le hace a uno pensar inmediatamente en el nuevo laborismo», escribió. Pero hay un eco de la despedida a Robespierre del Danton que camina a la guillotina -«¿Me seguirás en tres meses!»- en la transición vivida entre Tony Blair y Gordon Brown.
Poco más de un año ha pasado desde que Brown se hizo cargo del Gobierno británico. Tras un comienzo en el que sus propagandistas lo asociaban al héroe de historietas, Flash Gordon, comparece esta semana en la conferencia anual del partido, celebrada en Manchester, como un líder desacreditado.
Como ministro de Hacienda, acuñó el sobrenombre de canciller de la prudencia, pero legó unas cuentas del Estado que no permiten alegrías. Y, como despedida, abolió el tipo del 10%, aplicado a las rentas más bajas, que tuvo que enmendar como primer ministro ante el escándalo creado por el castigo del laborismo a los más pobres. Durante la jefatura de Gobierno escribió Courage (Valor), en el que rememora ocho vidas ejemplares, desde Robert Kennedy a Nelson Mandela. Pero él parece un gobernante indeciso, incluso en asuntos sobre los que se le supone competencia, como la quiebra del banco Northern Rock. También es invisible cuando las cosas van mal.
Y está todo lo demás: un partido que muestra signos de abotargamiento; un líder que en el salón televisivo cansa o desazona; o una oposición conservadora que no aspira ya a ganar simpatías mostrando indignada ferocidad a quien dude sobre su programa.
El consenso es que Brown está acabado cuando aún faltan casi dos años para las elecciones. Mientras los sondeos registran diferencias insuperables, ¿qué hace Downing Street? Es el caos absoluto, replican los que conocen las entrañas. El primer ministro se comía antes las uñas y es famoso por sus rabias. Ahora ha contratado asistentes cualificados para que le reorganicen su oficina, pero él es el primero en saltarse la planilla.
Los blairistas meten ruido en los periódicos. Uno de ellos, Charles Clarke, dijo a la BBC que, si las cosas siguen así, el gabinete tendrá que explicar al primer ministro que debe marcharse. Jack Straw, el ministro que tendría que enfundarse la bata blanca, calla. Sin fuerzas suficientes, los blairistas han orquestado una serie de dimisiones de cargos menores del Gobierno.
Y han empujado a su candidato, el ministro de Exteriores, David Miliband, a publicar un artículo sobre su visión política, a postularse como sucesor. En la trastienda, los laboristas sensatos saben que este hijo de intelectual marxista no cautiva como Blair a las masas. El rival populista y quizás peligroso para el conservador David Cameron sería el afable ministro de Sanidad, Alan Johnson, que fue huérfano y cartero, miembro de una banda de rock y jefe sindicalista, y pasa por todos los ministerios sin crear problemas, mediante la infalible táctica de ir muy poco. Pero parece que Alan Johnson no quiere ser primer ministro. Así que los laboristas se quedan con Brown, que actuó esta semana rápidamente para evitar el colapso del banco HBOS y promovió la prohibición de las ventas a corto y a la baja en la City para calmar las bolsas, medida luego repetida en Washington.
La incertidumbre económica, el sentimiento de hondura de los retos globales, no favorece conspiraciones de camarillas. Pero, en Manchester, el líder desangelado del laborismo se dirigirá a un país más interesado en la política de altura que en el teatrillo de las conferencias de los partidos con un reto más elemental, demostrar que su tiempo no ha terminado.