Duelo de amigos en la alta Sierra
Morante y Aparicio salen a hombros en la corrida de Villaluenga, marcada por la postrera ausencia de Espartaco y una fina pero constante lluvia
Actualizado: GuardarUna corrida de toros en una plaza como la de Villaluenga del Rosario, que tanto aroma e historia rezuma, adquiere unas connotaciones mágicas, especiales. Un coso pétreo y octogonal que parece dormido en otro siglo y que todos los años despierta en estas fechas ante un festivo refulgir de sedas y alamares.
Además, el refrescante olor a tierra mojada que la suave lluvia dejaba, convirtió la tarde de toros en la Sierra en un episodio singular e íntimo. Lástima que escenario tan cuidado, con tanto sabor y tan bello, no encontrara una justa correspondencia en la trascendencia y en la verdad del espectáculo.
Los seis toros de Núñez del Cuvillo carecieron del poder, de la casta y de los mínimos pitones exigibles para otorgarle auténtica relevancia a todo cuanto ocurrió sobre el albero.
Salió en primer lugar un precioso ejemplar ensabanado que cantaba por su pinta espectacular su indiscutible origen Osborne. Pero, desposeído de cualquier atisbo de transmisión y de fuerza en su embestida, impidió que Julio Aparicio alcanzase cotas elevadas de lucimiento.
Sin confianza en el toreo al natural, basó el diestro su trasteo en un despegado muleteo en redondo donde consiguió pasajes de cierta calidad en una tanda postrera a media altura, cuyos derechazos resultaron elegantes y templados. Con una estocada y varios descabellos puso fin a una actuación que fue silenciada. Obtuvo las dos orejas del colorado, ojo de perdiz, estrecho de sienes y muy cómodo de cara que hizo tercero. Animal que regaló embestidas largas y entregadas desde el primer tercio, lo que fue aprovechado por el torero madrileño para hilvanar un portentoso toreo de capa, pleno de cadencia y sabor.
Bravo astado que empujó con celo en el caballo y que acometió siempre con boyantía y franqueza a la muleta de Aparicio.
Derrochó entrega y ganas en una labor en la que tardó mucho en bajar la mano y en acoplarse a las extraordinarias condiciones de la res.
Destacaron aislados detalles, fogonazos sueltos de artística inspiración y arte. Mas la obra, en su conjunto, no resultó lo maciza y lo enjundiosa que el buen toro merecía. Con el inválido y desrazado quinto, que ya en el capote embestía con las manos por delante, Julio Aparicio sólo pudo destacar con chispazos sueltos con la muleta a media altura y con el cite al hilo del pitón, sacrificando la profundidad y la hondura en beneficio de un goteo inconexo de pretendidas exquisiteces.
Un apéndice de cada enemigo obtuvo un Morante de la Puebla, que no contó con material propicio para desplegar el arsenal de verdadera estética y torería que atesora.
Detalles desde La Puebla
Ante su primero meció con suavidad la capa con tres verónicas y una media en las que estampó su sello artista tan particular. Toro que acudía con fijeza a los engaños pero al que le faltaron las fuerzas necesarias para seguir con largura la pañosa en el último tercio y que muy pronto se orientó, por lo que Morante de la Puebla hubo de poner prematuro fin a la faena, en la que sólo pudo mostrar destellos de su clase en varios derechazos rítmicos y enjundiosos.
Con el descastado y flojo que salió en quinto lugar, inició el trasteo con toreros ayudados por alto y prosiguió con unos muletazos templados y armónicos hasta que el toro se apagó por completo. Saludó al sexto con verónicas de mano baja y cintura rota en las que derramó gracia y clásico sabor. También este animal repitió de inicio las embestidas con humillación, repetición y franquía, pero también pronto, como sus hermanos, perdió gran parte de su brío inicial y su acometida se tornó sosa y rebrincada. El sevillano le presentó con ortodoxia y empeño la franela por ambos pitones, pero sólo consiguió tandas ligadas cuando el toro ya se encontraba refugiado en su querencia de tablas, donde a base de insistir y de consentir ejecutó un toreo en redondo de muy bella factura.
Con un pinchazo y una gran estocada puso rúbrica a un festejo que culminaría con la triunfal salida a hombros de ambos diestros, como un duelo entre amigos en lo más alto de la Sierra gaditana.
Llovía, y el anochecer parecía cuajar de un prematuro otoño a Villaluenga.