ILUSIÓN. Nadal disfrutó con pasión la ceremonia inaugural de estos Juegos Olímpicos. / AFP
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Nadal, un espíritu olímpico

El mallorquín, que ayer ganó a Starace, no para de firmar autógrafos en la Villa Olímpica, donde dice ser «más feliz que nunca» siendo un tipo normal

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Los primeros en admirar a Rafael Nadal no son los aficionados que le animan desde las gradas y, al acabar los partidos, le piden autógrafos y fotografías. Ni siquiera las firmas comerciales de todo el mundo que se lo disputan como reclamo publicitario. Quizás porque quienes mejor entienden su talento y su extraordinario carácter competitivo los mayores fans del tenista mallorquín son los propios deportistas. Durante su estancia en la Villa Olímpica, donde es uno de los grandes ídolos, el número 1 del tenis mundial no se cansa de retratarse con todos aquellos que se lo solicitan. Y son legión. Dice hacerlo encantado, feliz de tener un detalle con desconocidos que no por ello dejan de ser compañeros con un mismo sueño de gloria o de superación.

Incluso él mismo, siendo quien es, ha querido llevarse un recuerdo personal de Pekín y se ha hecho una fotografía con Michael Phelps, ese prodigio acuático que lleva camino de ser el gran protagonista de los Juegos. «Aquí todos somos iguales. La verdad es que me encanta este ambiente y poder convivir con otros deportistas como yo. Para mí es un placer atenderles», aseguró Nadal, durante la rueda de prensa posterior a su sufrida victoria ante Potito Starace.

En su comparecencia ante los medios, el tenista de Manacor tuvo que contestar a varias preguntas relativas a un tema que, por lo visto estos días, despierta auténtica curiosidad entre los enviados especiales de la prensa internacional: cómo vive una megaestrella -a Roger Federer, que ayer volvió a parecerse a sí mismo y despachó al ruso Tursunov con un tenis de seda, no dejan de plantearle esta misma cuestión- cuando se le obliga a bajar al planeta Tierra, a ser uno más. O lo que es lo mismo, a vivir sin prerrogativas ni privilegios, compartiendo transporte y residencia, un simple apartamento, con miles de deportistas de todos los rincones del mundo.

En sus respuestas, Rafael Nadal demostró que nadie debe explicarle lo que es el espíritu olímpico. Él es el primero en disfrutarlo y en ser, aunque sea por unos días, un tipo normal. «Está claro que aquí llevas una vida distinta a la que haces el resto del año, pero para mí está siendo una experiencia increíble. Esto te ayuda a ver la vida real. Te tienes que espabilar. No estás en un hotel de lujo ni tienes un chófer a la puerta para llevarte donde quieras. Y, al final, te das cuenta de que todas esas cosas no te hacen falta para nada. Yo estoy más feliz que nunca», afirmó el manacorí, que fue taxativo cuando un periodista argentino le preguntó si la medalla de oro era más importante que los millones que un número 1 como él gana a paladas en los grandes torneos. «Nunca he pensado en el dinero cuando juego al tenis».

Un Potito indigesto

Tras atender a los medios, antes de retirarse en compañía de una estricta gobernanta de la organización, Nadal quiso echar un vistazo al monitor que iba desgranando al segundo los resultados de los partidos que se estaban disputando en el completo de tenis del parque olímpico. Robredo había perdido y las cosas no iban bien para Ferrer y Almagro, así que el campeón español no pudo evitar una mueca de disgusto. Su preocupación estaba más que justificada. Al final, su triunfo ante Starace fue el único de España ayer en el cuadro masculino. Y lo cierto es que no fue una victoria fácil. Nadal, que luego redondeó su estreno olímpico con una victoria en dobles, junto a Tommy Robredo (6-3 y 6-3), tuvo que sudarla. El italiano resultó más rocoso de lo que, en principio, se esperaba. De hecho, ganó el segundo set y llegó a estar 2-2 en el tercero.

Nadie hubiera previsto estas complicaciones en el primer set, que el español se apuntó con comodidad por 6-2. Su tenis tuvo entonces la eficacia de costumbre. Ni el cansancio acumulado tras su gira americana ni la humedad reinante, que le obligaba a secarse las manos con serrín en los descansos, parecían afectar a Nadal, muy seguro con su servicio. El partido, sin embargo, dio un giro inesperado. Starace optó por esa táctica que los rivales del manacorí utilizan, a la desesperada, cuando se ven perdidos. Podría llamarse la táctica de que sea lo que Dios quiera. El italiano comenzó a soltar palos y la cosa le funcionó. Hizo un break en el segundo juego y luego supo mantener su servicio con autoridad. A Nadal, en fin, comenzó a indigestársele el Potito.

Con cualquier otro jugador, ese segundo set perdido, unido al subidón moral del contrario, hubiera sido un golpe muy duro. Ya se sabe: el cerebro comienza a enviar malos pensamientos, mensajes negativos. El mallorquín, sin embargo, está hecho de una pasta especial. Al otro lado de la pista, Starace estaba emocionado. Tras superar dos puntos de break en el tercer juego, se había colocado 2-2 en el tercet set. El mundo se abría ante él. Podía dar la sorpresa de los Juegos. Italia le aclamaría. La vida podía ser muy bella. Pero Nadal, como a tantos otros, no tardó en despertarle de su sueño. Se puso 3-2 y se concentró en la rotura del servicio de Starace. El italiano parecía firme. Su único ace del partido le puso 40-30, a un punto, pues, del 3-3. Entonces apareció el número 1 del mundo con el instinto depredador de los tenistas de su especie. Un soberbio revés cruzado le valió el deuce y una maravillosa dejada de volea, la ventaja, el punto de break tan ansiado. Starace falló en el siguiente punto y, con 4-2 en contra, supo que estaba perdido. Porque esas cosas se saben.