Opinion

Justa sentencia

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a sentencia dictada por el Tribunal Supremo sobre los atentados del 11 de marzo de 2004 confirma en lo sustancial el veredicto de la Audiencia Nacional, cerrando prácticamente el proceso seguido contra los autores de la mayor masacre terrorista perpetrada en territorio europeo. La ratificación de la absolución de Rabei Osman el Sabed, Mohamed el Egipcio, dictada por el tribunal presidido por el juez Gómez Bermúdez, la exoneración de cuatro de los condenados por éste, la corrección a la baja de las penas impuestas a otros tres y los cuatro años de cárcel impuestos a Antonio Toro por tráfico de explosivos han podido defraudar las expectativas de las víctimas y familiares del 11M. Como es cierto que ni la investigación previa ni la sentencia definitiva han conseguido desentrañar hasta el último detalle la trama de autores, cómplices e instigadores que provocó los ataques a los trenes. Pero dadas las especiales características del terrorismo islamista y global, sus cambiantes mecanismos de reproducción, la opacidad propia de un mundo tan sectorizado, las dificultades para discernir en qué momento un yihadista pasa a serlo, y dada la circunstancia determinante de que el núcleo activista acabó inmolándose en Leganés, sería justo concluir que la instrucción del caso, el desarrollo del juicio oral y la actuación final del Tribunal Supremo sobre el mismo representan todo un ejemplo de aplicación de las normas del Estado de Derecho frente a la realidad criminal más escurridiza para un sistema de garantías. Ninguno de los procesos cerrados o pendientes de enjuiciamiento de atentados yihadistas que hayan podido darse hasta la fecha en el mundo ha ofrecido una combinación tan equilibrada de eficacia procesal y escrupuloso respeto a los derechos de los acusados. No cabe imaginar sentencia alguna que compense moral y materialmente la pérdida irreparable de 191 vidas humanas, el lacerante dolor que padecen casi 2.000 personas que resultaron física y psicológicamente heridas en los atentados y el perpetuo vacío que se ha apoderado de sus seres queridos. Pero el mejor tributo que la Justicia podía ofrecer a la memoria de los asesinados y a la difícil peripecia vital de las demás víctimas era el de mostrarse implacablemente justa.