SUSTO. 'Clavelino', que hizo que Joselillo volara por los aires, sin consecuencias. / EFE
Toros

Joselito cae de pie Un corenado en el encierro

Lo que parecía una apoteósis del torero, con una oreja en el tercer toro y otras que iban a ser dos en el sexto, acaba en tres avisos por culpa de la espada

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El gesto primero fue echarse adelante los tres toreros: llevaba lloviendo tupidamente en Pamplona más de tres horas y el piso estaba no resbaladizo pero sí muy encharcado a las seis de la tarde. Lo parchearon con sacos de serrín y arena por la zona de capotes. Las peñas dieron su parecer a coro: «Sí se puede, sí se puede...!» El sí afirmativo y no el condicional. Se pudo.

No todos los toros se dejaron. Tres sí y tres no. Fue corrida privativa de Pamplona. De las que sólo aquí cabe contemplar con rendido asombro. Primero, los toros . Inmensos. De Dolores Aguirre. Media de 640 kilos. Pudieron con ellos sin mayor apuro. Al trote, al galope, al paso, según. Con mayor o menor fijeza o voluntad. Con su intimidante presencia y potencia. Con sus vuelcos inesperados de carácter. Los hubo mansos, bravos y bravucones. Dos murieron pegando coces, se echaron dos, hubo uno que, herido de espada atravesada, arreó a tablas sin frenos y doliéndose desesperado cuando ya sólo llevaba encima muerte. Se pelearon con los caballos sin tibiezas pero no pudieron con ellos.

Los charcos fueron más trampa para los caballos de pica que para los propios toros . O los propios toreros, a quienes el palco concedió la bula de pasar en banderillas sólo una vez por cada mano. Sangraron generosamente los seis toros. Los que más cobraron y los que menos también. A partir del arrastre del segundo el agua de los charcos estaba tintada de sangre de toro. Al soltarse el cuarto de corrida, dejó de llover, pero las aguas teñidas de púrpura se habían estancado como las de desagüe de los viejos mataderos. No fue la única nota insólita de la corrida, abierta bajo una cortina descorrida de lluvia gruesa y cerrada con el siempre provocativo espectáculo de un toro devuelto al corral tras sonar los tres avisos reglamentarios. A ese toro le iba a haber cortado las orejas un valentísimo Joselillo, que era nuevo en sanfermines y había caído en Pamplona de pie. Templado, tranquilo, entregado, resuelto, embraguetado y listo con el primero de lote, que rompió en sus manos, en los vuelos y toques de su muleta, en los espacios y distancias que Joselillo le dio. En busca Joselillo de la nobleza del toro, como un tesoro escondido. Cuando se hizo enojoso tener que sortear tantos charcos librando a la vez viajes muy serios de un muy serio toro en danza, Joselito se descalzó enrabietado. A partir de ese gesto pareció volcarse la gente y meterse dentro de la faena, espiral, intensa, a ratos muy pura. Parecía volcánico el estado de ánimo del joven torero de Valladolid, tan nuevo y recental. Figura de anchas caderas, cortos brazos, poco cuello. De torero recio antiguo. Pero no le tembló el pulso ni una vez. Tocó hacer concesiones al poderoso sol de Pamplona y se hicieron: molinetes de rodillas, soberbios desplantes. Un herido por asta de toro dejó el sexto encierro de los sanfermines corrido por los toros de la ganadería de Dolores Aguirre. La carrera más concurrida que en días anteriores al coincidir con el fin de semana, cuando Pamplona acostumbra a doblar el número de participantes en la popular carrera. Fue un encierro rápido y limpio, con una duración de 2 minutos 56 segundos. Partió como todas las mañanas a las ocho en punto desde los corrales de la cuesta de Santo Domingo, de donde salió la manada compacta, precedida por los cabestros, seguidos de los seis morlacos, que corrieron por el centro de la calzada, bien agrupados y sin distracciones. Fue mediada la calle de la Estafeta donde un toro de pelaje tostado tropezó con otro y cayó al suelo; un cabestro que venía algo descolgado acompañó al burel hasta el coso.