nadie sabrá de qué he muerto
CALLE PORVERA Cuando uno cae en el error de presuponer las cosas, por lo general, el batacazo está asegurado. Es lo que a menudo me recuerda esa persona sabia y maravillosa con su teoría del saquito de las expectativas, que cuanto más vacío lo tengamos, menos riesgo correremos de que nos decepcionen en la vida. Aunque se trata de una regla que conviene extender a prácticamente todos los ámbitos, en algunos casos está justificado que se esperen ciertos comportamientos y el no encontrarnos con ellos supone un traspiés importante.
Actualizado: GuardarEn lo que se refiere al ejercicio médico, por ejemplo, una condición sine quanon para que les dieran el título a los profesionales debería ser la de obtener cuanto menos un aprobado en sensibilidad y trato agradable con el paciente. Es cierto que hay de todo, como en botica, pero mis experiencias en urgencias se caracterizan por abandonar el hospital, después de un mínimo de cuatro horas de espera, con la sensación de que a una la han tratado como si fuera tonta de remate. Cuando acudí la otra madrugada al centro sanitario con una dolencia inesperada, el simpático doctor que me atendió recibió con sorna mis preguntas sobre las causas de lo que me ocurría, mostrándose incapaz de entender el interés que pueda tener un paciente en conocer el origen de su mal. Este señor apostilló incluso con cierta guasa que el día que me muriera, literalmente, y me quedara fría en la cama, probablemente nadie sabría de qué había muerto, pues ni los médicos saben esas cosas. Ante mi risa por lo surrealista de la situación, el fulano se molestó y me despidió precipitadamente anunciándome que un enfermero me pondría una inyección. Todo una demostración de profesionalidad facultativa.