MIRADAS AL ALMA

Se muere por morirse

El toro es, según las nuevas escrituras, el símbolo del apóstol San Lucas. Y es que este ancestral animal que Poseidón arrancó de las entrañas de las olas del mar tiene sus santos, sus profundidades, sus demonios. Si miramos en las sagradas escrituras del toreo del medio siglo pasado, leemos a tres San Antonio (Ordóñez, Bienvenida y Chenel); leemos a San Francisco (Romero de Camas) y leemos con letras talladas sobre piedra cartujana a San Rafael, que por capricho de los dioses tuvo como segundo acto de su propio nombre a otro santo, San Francisco de Paula. La carne, ya se sabe, queda en la tierra y poca o ninguna vez está a la altura de su espíritu. A esta legión sagrada es probable que, no dentro de muchas primaveras (aún es prematuro), se les una un nuevo santo que hoy dicta sus hazañas con cuerpo de esqueleto y voz de mudo eco. El Espíritu Santo ha dotado a este San José (Tomás) de dicha gracia.

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Este torero no habla, lo cual me fascina. De hecho, pienso que los toreros no deben hablar más que en las plazas (a no ser que se posea la lucidez del Gallo o la filosofía de Domingo Ortega), pues aquellos que deseen saber de su secreto no deben buscar respuesta en vanas palabrerías, sino en el albero. Este neófito santo fue hace dos semanas a la catedral del toreo, y tras hablar con el silencio de su toreo muerto, puso boca abajo a todos los ángeles y diablillos que deambulaban por los tendidos. Dijo sin decir que muere por morirse; no que cuando torea olvida su cuerpo sino que, más allá, no sabe cuando torea que tiene cuerpo. Como todo buen torero, está plagado de imperfecciones, pero ese buscar el límite de todo abismo es un singularísimo decir en el toreo. Esos estatuarios de Tomás al buen toro de Victoriano del Río fueron como esculturas de un ángel a punto de perder las alas. Dejado, desmayado, entregado a su concepto de romántica pureza. Cierto que la parroquia estaba más que predispuesta al éxito de su mesías, cierto que hoy a los ídolos se les eleva con tal rapidez a los altares del cielo que ni San Pedro se percata de su entrada; pero en Tomás se congregan todos esos matices necesarios para creer en el milagro de crear sin necesidad de aparentar.