LA RAYUELA

La parte contratante

Groucho Marx sabía que la parte contratante de la primera parte nunca era igual que la parte contratante de la segunda parte. Otro Marx, don Carlos, lo había explicado con meridiana claridad en su obra El Capital (1867) ayudando a que los obreros europeos consiguieran que los gobiernos liberales dictaran las primeras leyes sobre el trabajo destinadas a defender a la segunda parte, los obreros o proletarios (propietarios únicamente de su prole) de la primera, los patronos o capitalistas, dueños de todo lo demás.

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Caía así uno de los dogmas del liberalismo que sostenía (y sostienen aún hoy algunos papanatas de tertulia) la igualdad de los contratantes mediante acuerdo libre y directo en el mercado laboral. Ya entonces se reconoció la dimensión colectiva de las relaciones laborales basada en la desigualdad de poder y capacidad de elección entre obreros y patronos y por tanto la necesaria corrección del mercado por el Estado de Derecho. La OIT aprobó las 48 horas semanales en 1917 y en España fue el tan odiado por el clero como famoso por sus atributos Conde de Romanones, quien firmó el decreto de las 8 horas en 1919.

Durante el SXX la socialdemocracia ha mantenido un duro forcejeo con el liberalismo conservador para arrancarle poco a poco un horario menos inhumano. Un esfuerzo que culminó en 1998 con la instauración de la jornada de 35 horas semanales (Ley Aubry) en Francia, que Sarkozy acaba de enterrar.

El capitalismo se ha globalizado y en los países de la UE la lucha de clases se ha diluido en enfrentamientos corporativos de las clases medias, a la par que se hacen invisibles los 50 millones de pobres, 20 de parados y 5 de personas sin hogar existentes (Ullrich Beck: ¿Qué es la globalización?) La estructura de clases se ha hecho compleja y la respuesta ideológica de la socialdemocracia (y de los sindicatos) ininteligible.

Frente a la directiva de las 65 horas hay unanimidad entre los Estados miembros por encima del color político, con la honrosa excepción del nuestro. Es un síntoma de la confusión ideológica y política en que se mueve la globalización: pierden sentido las ideologías de derecha e izquierda frente al conglomerado de los intereses nacionales, en cuyo nombre se acepta la lógica del capital de que para luchar contra el dumping social que alienta las deslocalizaciones industriales, el único remedio es desmontar el Estado del bienestar (Welfare Estate), disminuir la fiscalidad empresarial (por eso Irlanda ha dicho no a Europa) y volver a la jornada laboral decimonónica.

Un ejemplo de la complejidad actual: el paro de la clase media del trasporte es vendido como una huelga obrera y mantenido, contra el acuerdo alcanzado con las patronales del sector, por una minoría radical corporativa que exige, mediante la coacción y la violencia, un tratamiento de privilegio frente a las inclemencias del mercado global del petróleo. Esperan mantener su margen de beneficios a costa de rebajar los de la mayoría y aunque su boicot arruine a agricultores o justifique regulaciones de puestos de trabajo en otros sectores.

¿No estábamos hablando en la UE de compaginar trabajo y ocio, vida laboral y familiar? Desregular el Derecho del trabajo sí, pero controlar el mercado financiero de capitales especulativos responsables del encarecimiento del petróleo y alimentos, no. Un auténtico disparate, frente al que, con frecuencia, los necios miran el dedo cuando éste señala la luna.