EL MAESTRO LIENDRE

Aquí, desabastecido

Ha durado poco eso del desabastecimiento. Esa palabra tan larga, tan inusual hasta hace siete días se ha convertido en la más dicha en la semana que agoniza. Cuando ya nos hacíamos ilusiones con la desaparición de tantas cosas que sobran, con volver a vivir con lo justo, que ya es mucho, cuando estábamos a punto de librarnos de tantas marcas, comisiones y plusvalías, cuando soñábamos con ver los coches tirados en las cunetas y las irritantes amotitos muertas de sed, panza arriba, las estanterías y los surtidores van y se llenan otra vez. Las gasolineras, como la gente, han sido incapaces de mantener la dieta ni 72 horas. Es muy difícil renunciar a lo que sobra (diesel o kilos) mucho tiempo. Por si faltó de algo, por si vuelve a faltar, nos damos otro atracón de combustible para motores y estómagos. Como antes de la huelga. Como siempre. Así saciamos el hambre atrasada que nunca tuvimos.

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Mientras duró la crujida, el depósito del coche era el cofre del tesoro que había que proteger. Así que, una vez lleno, se dejaba en casa, intacto, para que durase. Con esa excusa, era posible llevar a los niños al colegio caminando por el nuevo Paseo Marítimo de Puntales. Tanto tiempo esperando disfrutarlo y tienen que ser los camioneros y los policías, a palos, los que consigan que descubramos el placer de caminar por necesidad, sin llamadas, en una ciudad en la que nada está lejos por orden irrevocable del mar.

Faltaba pescado para los que siempre comen carne y carne para los que siempre comen fritos. Faltaba fruta a los que sólo la usan para adornar el centro de la mesa. Faltaba gasolina a los que la necesitan para ir a un trabajo en el que ganar el potosí que cuesta repostar para volver a ir al curro. Faltaban algunas marcas de yogur con los que rebajar los kilos que cogemos al comer todo lo demás. Falta hasta dinero, pero la gente salía con el carro asfixiado de tanta carga.

Estamos desabastecidos de tiempo, de pausa y de sentido común. Eso será difícil volver a verlo en las estanterías. Somos adictos a un líquido inflamable, espeso y oscuro. Tanto que somos capaces de dejar de plantar lo que necesitamos para comer por tal de producir lo que precisa tragar el coche. Para superar cualquier adicción es necesario un golpe brusco, un susto grande, y por desgracia éste no lo ha sido. Ha sido como apartar el tabaco el 1 de enero. Se deja con ligereza porque la recaída se asume inevitable y cercana.

«Las ciudades son cárceles de miedo» dijo el sabio platense. Ha quedado claro que tenía razón. Bastó el anuncio de una huelga que apenas nos ha desabastecido de una parte de lo mucho que nos sobra para que casi todos reaccionaran como ante un bombardeo.

Como cuando alguien está tenso y le tocan en el hombro. Salta, nervioso, agresivo. Así hemos reaccionado todos. Será que tenemos mala conciencia y sabemos que algo va a pasar cuando nuestro peor desabastecimiento sería la abundancia de más de medio mundo. Sabemos que esto no puede ser y estamos esperando el cate, a la que salta. China e India consumirán la misma cantidad de crudo que Estados Unidos antes de que llegue el primer acto del Bicentenario.

Entonces, ya no habrá para todos. Su precio se disparará. Todavía más y esos profesionales tan solidarios como conductores de camionetas y taxistas (que dan muestras de comprensión y consideración con sus conciudadanos cada día, en cada calle) saltarán como si tuvieran muelles. Luego estallarán otros. Empezará a faltar todo y tendremos que comernos la cabeza para transportar por tren, caminar más, consumir menos, derrochar nada, tener la mitad de todo (en vez del triple de lo necesario) o sacar los coches eléctricos y la vacuna contra la caries, que la especulación tiene bajo llave, en un cajón.

La próxima vez, o la otra, o la siguiente, el desabastecimiento llegará para quedarse. La palabra ya nunca será nueva. Nos sonará de algo, como racionamiento. Pero, sin miedo. Nos sobra de todo: Los 4x4 y los descapotables para ir al supermercado, las marcas de pan de molde, cosméticos y cerveza, los turistas en agosto, la Fórmula 1, el golf, tanta droga, tantos anuncios de putas para tantos clientes. Sobra la leche si la tiramos a manguerazos, y los pisos si no se venden. Sobran versiones repetidas de Betty la fea, canales de televisión, teléfonos móviles...

Con un poco de suerte, todo se acabará, habrá que llevar a los niños al colegio caminando por un paseo marítimo escamondado; sin tanta propaganda institucional que deforma la vista y las vistas.

El próximo desabastecimiento, el grande, el bueno, el definitivo, eso sí, también debe de ser en primavera. Es la época ideal para quemar grasas yendo a patita a todas partes, es el momento oportuno para ponerse a dieta por cojones y para siempre.

Vamos a estar monísimos en la playa.