Opinion

No irlandés

La Unión Europea sufrió ayer un nuevo revés al conocerse el «no» de Irlanda al Tratado de Lisboa. Frente a la postura favorable de una amplísima mayoría del espectro parlamentario y de las organizaciones empresariales y sindicales de aquel país -sólo el Sinn Fein se oponía-, un 53,4% de quienes participaron en el referéndum optó por rechazar el texto que sustituyó a la fallida Constitución europea. Un resultado que refleja no sólo la incapacidad de los dirigentes irlandeses comprometidos con el Tratado para realzar sus bondades ante una población escéptica. Demuestra también la fragilidad del discurso europeísta cuando se enfrenta a una mezcla de populismo y añoranza autárquica basada en la manipulación y el miedo infundado a la pérdida de soberanía o de derechos sociales. Pero ello es sin duda reflejo de la brecha que se ha ido abriendo entre una UE ampliada con celeridad y el desapego que, mientras tanto, calaba precisamente entre la ciudadanía de algunos de los países que dieron los primeros pasos hacia la Europa unida. Puede resultar inconsecuente e injusto que Irlanda, beneficiaria neta de los esfuerzos comunitarios por la cohesión y el desarrollo, haya acabado respondiendo al Tratado con un «no» acomodado paradójicamente en las ventajas que le viene reportando su europeidad. Pero las instituciones y los gobiernos de los 27 deben hacer autocrítica respecto a su propia actuación en el denominado «rescate constitucional». Es obligado reconocer que el Tratado de Lisboa resulta apenas inteligible, y que su contenido en exceso críptico fue aprobado deliberadamente así el pasado diciembre para evitar que se sometiera a referéndum. Algo ineludible para Irlanda según su Constitución.

| Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

La práctica unanimidad mostrada por gobiernos e instituciones europeas al recibir el escrutinio irlandés con disgusto pero con el propósito de que el Tratado sea ratificado por los demás países intentó ayer convertir la necesidad en virtud. Es evidente que la UE no puede plantearse, siquiera como hipótesis, dar ni un paso atrás respecto a Lisboa, puesto que en ese caso correría el riesgo de acabar deshilachada por los conflictos de intereses entre sus miembros y por el desistimiento social generalizado al que daría lugar el retroceso. Pero lo ocurrido en Irlanda atestigua, una vez más, que no es suficiente con reiterar a varias voces una misma declaración de intenciones. Especialmente si se tiene en cuenta que ya el Tratado no podrá entrar en vigor el 1 de enero de 2009. Es imprescindible que los gobiernos más comprometidos con darle a la Unión Europea un basamento constitucional se empleen a fondo activando el sentir de los ciudadanos europeos en esa misma dirección. Porque sólo así sería posible que, llegado el caso y si las desavenencias persistieran, ese mínimo basamento que brinda el Tratado de Lisboa pudiera hacerse patente, si no por unanimidad, sí cuando menos por una mayoría cualificada de los países miembros.