De cabeza, manos y cojones
A las tres de la madrugada del sábado, los simios de ETA intentaron reventar la rotativa de El Correo. Cincuenta trabajadores le ponían tinta a las palabras de otros. A las cuatro, cuando aún se especulaba con las consecuencias del atentado, ya había periodistas calzando, en la mitad de la tirada, la noticia.
Actualizado: GuardarA José Luis López de la calle, los mismos cabrones le dejaron en la puerta de casa (mujer, dos hijos), una mochilla cargada de fanatismo. Cuando la bomba estalló, el articulista de El Mundo corrió a salvar su máquina de escribir y un álbum de fotos. Dos semanas después, alguien le disparó por la espalda, para matar todas las palabras, todas las ideas, todas las razones, la rabia -el nervio-, que aún guardaba dentro de su cabeza.
A Carlos Emilio de las Casas lo encontraron en la ribera del río Arau (Colombia), desnudo, cubierto de fango y de sangre. A Miguel Gil lo tiroteó un escuadrón de mercenarios en Sierra Leona. Juantxu Rodríguez recibió un balazo amigo, en Panamá. La lista de bajas es infinita. Y continuará.
Para jugarse el pellejo, en esta profesión nuestra de lameculos, vanidosos y tirititeros, no hace falta deambular con la Nikon por la selva de Camboya, atravesar riscos y cruzar pantanos, en busca de la verdad. Carlos March, reportero de raza, se marchó de Ceuta después de que un grupo de narcos visitara a su madre. Durante década y media se dedicó a tocarles los huevos desde la portada borrosa de un periódico marginal y periférico. Escribió: «Creo que el periodista debe utilizar siempre la cabeza (para pensar), las manos (para escribir) y finalmente los cojones (para enfrentar las consecuencias)».
No todo está perdido si quedan unos cuantos Marchs, conscientes de la responsabilidad que atesoran, haciendo su labor callada, sin mirar la nómina, aspirar al pesebrito, a las condecoraciones pomposas o a las palmaditas en la espalda; no todo está perdido, si no faltan palabras en la conciencia, ni manos con que pintarlas, ni cojones para mirar a esos hijos de puta a la cara y decirles: «Aquí estoy yo. Y esto, aunque me cueste la vida, es lo que pienso».