MAR DE LEVA

Fecha de caducidad

Buenafuente, ese señor cuyo equipo de guionistas se empeña en demostrar que es más listo que todos nosotros, hizo la otra noche la voladura controlada de Rodolfo Chikilicuatre, el monstruo catódico que él mismo había creado un par de meses atrás. Quizás porque lo que empezó siendo un chiste (y, tal vez, una manera de poner en solfa la supuesta democracia de las votaciones repetidas una y mil veces por telefonía móvil o internet) acabó convertido en una broma molesta, o quizá porque la máscara empezó a pesarle demasiado al actor que había debajo, un anónimo David Fernández a quien, por lo menos, hay que reconocerle que no salió de su papel en ningún momento, creando una ilusión admirable de puro cutre. Como Victor Frankenstein, al final Buenafuente se revuelve contra su criatura y decide matarla. Más o menos.

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En una sociedad donde todo tiene fecha de caducidad cuasi inmediata (¿cómo me duran tan poco los batidos de leche con chocolate, con lo que valen, Dios mío de mi alma?), el descaro de quienes manejan nuestras carteras ya no tiene nombre. No sólo no duran los alimentos, ni los electrodomésticos, ni los matrimonios, ni los proyectos políticos: tampoco duran los mitos y los hitos contemporáneos. Se les presenta, se les exprime, se nos agobia, se nos esquilma, y como a un muñeco viejo la mañana del día de Reyes, se les mete en el cajón hasta más ver. Ya volverá la nostalgia, cuando ellos decidan que deba volver. Hace cinco años creíamos que Internet era la libertad de los usuarios, pero quienes manejan las libertades y los cotarros ya le han dado la vuelta al concepto. Con El Koala y con aquello del Amo a Laura ya las discográficas descubrieron que hay un filón por explotar, precisamente haciendo creer a los que creen que son libres que ellos mismos deciden qué les gusta y qué no les gusta. El caso de Chikilicuatre es un paso más en ese alegre descaro que se traen con nosotros: se prepara un producto, se lanza, te lo meten por los ojos con la excusa de que es «tuyo», y mientras tanto a hacer caja. No pasa solo en el mundo de la música, ojo. También ocurre en el de las letras (¿alguien puede explicarme por qué los libros de J.K. Rowiling son copyright de la productora cinematográfica?), donde cada vez más se nos ofrece un producto estandarizado, fácil y, en ocasiones, presentado por una señorita estupenda. George Orwell ni siquiera imaginó semejantes sutilezas. Como en aquella obra teatral sobre textos de Brecht, El bello Adolfo, Rodolfo emula a Hitler y se quita el tupé, el cuero y las gafas, como aquel Hitler se quitaba el bigote, el uniforme y el flequillo, y se convierte en un personaje anodino que se pierde en el anonimato de las calles. Puede volver en cualquier momento, cuando haga falta para sacarnos los cuartos o sacarnos las tripas. Y ahí está el terror inevitable.