Profesionalizar la política
Existe una opinión pública, bastante coincidente por cierto, sobre la influencia que las convicciones ideológicas tuvieron en el desarrollo de las actividades políticas durante la transición. La primacía de los valores morales y de los ideales democráticos era más que apreciable en el ejercicio de la política. Sobre todo en los partidos de izquierda. En este sentido es muy significativo el lema «cien años de honradez» esgrimido por el PSOE en una de sus campañas electorales. Hoy las cosas han cambiado, el político se vuelve más pragmático. El poder modera y hay que tener los pies en el suelo. Eso está bien siempre que no se olviden los principios como así nos recuerda Mariano Rajoy todos los días.
Actualizado: GuardarLos casos de corrupción de Marbella, Totana, Alhaurin de la Torre, Pozuelo, Coslada y tantos otros serían impensables en aquellos años de la transición. Y desde luego los ediles imputados no tendrían la posibilidad de ser reelegidos como sucede en la actualidad. Sobre esta cuestión que nos asombra y nos deja perplejos habría mucho que contar. La verdad es que merece ser objeto de una profunda reflexión.
Desde hace años se advierte una tendencia hacia la profesionalización de la política. Para algunos la política es algo más que un medio para transformar una sociedad con la que no se está conforme. Ahora la convierten en un fin en sí mismo, en una profesión de la que se quiere vivir, mejor que un funcionario bien pagado, hasta que llegue el momento de la jubilación. Los altos cargos hacen todo lo posible para asegurarse su futuro o parte de ese futuro en caso de cese de la actividad pública. Les basta con propiciar la promulgación de normas especiales que les garanticen la percepción de unos emolumentos por determinados periodos de tiempo.
De la profesionalización de la política a las prácticas clientelares sólo hay un paso. Quien concibe la política como un medio de vida, como el empleo fijo bien remunerado que antes de acceder a la política no tuvo o como la oportunidad de alcanzar un elevado estatus social, no está dispuesto a renunciar, pase lo que pase, a su «profesión» de político. Aprovechando su cuota de poder en el partido o en el seno de cualquier institución tejerá a su alrededor, poco a poco, una tupida e indestructible red de intereses que le hace inmune a los vaivenes de la política. Para fortalecer su poder proporciona trabajo a quien lo necesita, concede favores a quien se lo pide y a sus fieles el acceso a los cargos públicos anhelados. Eso sí, siempre con cargo a los presupuestos públicos. Imperceptiblemente se va creando una familia de incondicionales que más tarde se convierte en clan y acaba siendo una especie de sindicato que sólo defiende y promociona los intereses de los afiliados. Si nos descuidamos, nos encontraremos con el modelo clientelar que nos trajo la Restauración a finales del XIX.