De niños y mayores
Recordaba Manuel Alcántara hace unos días que cuando Neruda compartía charla y botella con algún colega español siempre acababa por recordar a Miguel y Federico, sus amigos fusilados, para preguntar con un suspiro «¿España? ¿Qué puede esperarse de un país que asesina a sus poetas?». Ha pasado medio siglo. Son años prosaicos, sin la lírica del siglo XX, que ya tenía poca. Pero ese tipo de preguntas, asociadas al comportamiento asqueroso de un alto número de paisanos, sigue vigente. Después de leer y oír durante toda la semana, de reincidir en la contemplación de informativos de televisión (¿de qué cojones se ríen sus presentadores?), entran ganas de modificar la pregunta del chileno: ¿qué puede esperarse de un país que abusa de sus niños y abandona a sus viejos? Durante esta misma semana, durante ese periodo tan corto, han dejado a una anciana a la puerta de un convento, tirada, con el coche en marcha; han caído otros mil sátiros y ha sido necesario el cadáver de una niña onubense para convertir en norma legal la evidencia de que los pederastas reincidentes (los únicos enfermos que merecen repugnancia) deben estar controlados en un registro. ¿Qué puede esperarse de un país que no ha instalado ordenadores en los juzgados durante su mayor etapa de riqueza? ¿Qué puede esperarse de un país que da a policías y funcionarios carpetas de cartón para perseguir a cerdos que galopan sobre ordenadores? Ya se sabe lo de la justicia lenta e implacable, pero una cosa es ir despacio, y otra dar saltos hacia atrás.
Actualizado: Guardar Pero es fácil refugiarse en los tribunales, en la chapuza institucional, en la res pública. Peor es preguntarse qué nos está pasando, a todos, a los del portal. Un comisario malagueño, especializado en perseguir la pedofilia, aseguraba esta semana que «la Policía está desbordada, no podemos atender ni la mitad de las denuncias que llegan». El mensaje es terrible. O el número de gente podrida se ha multiplicado por mucho, o son los de siempre y ahora se les detecta (afortunadamente, como a los machistas violentos), o hay una psicosis colectiva que multiplica los falsos avisos. El primer y el último supuesto dan miedo. Mucho. El que va en medio puede ser el principio de la solución de una lacra que provoca más vómitos cuando se ve tatuada sobre la cara de profesores, médicos o jueces, como ha trascendido esta semana en la enésima red descubierta. A ellos se les supone la obligación ejemplar que supone no hacer daño. Ese mágico mundo de internet, lleno de información, contactos y opciones creativas, tiene la cruz de ser una inmensa biblioteca oscura, donde las ratas con el sexo tarado, los crueles abusadores, los cobardes y los miserables encuentran el cálido refugio del anonimato. Nunca los niños estuvieron más protegidos (no juegan solos en la calle, jamás pasan un minuto sin la mirada del adulto, se retrasa su libertad de movimiento ) pero nunca parecieron más amenazados (pederastia, acoso escolar, nuevas tecnologías ). Está claro. Una de las dos cosas es mentira.
Otro síntoma de podredumbre colectiva es el caso de esa mujer de 71 años, con toda su salud mental, que se vale por sí misma, y tuvo que soportar la humillación vital de ver cómo su hija la dejaba en la puerta de un geriátrico, en Asturias. Ya no es cuestión de buscar eslóganes como «Ella nunca lo haría», es que ella nunca lo hizo. Sor Matilde, la responsable del centro que recibió a la mujer abandonada, ha lanzado una reflexión. «No es un caso aislado, la sociedad está olvidándose de las personas mayores. Hay una tendencia al despego hacia los que les han dado todo. Hay ancianos que reciben visitas a diario, pero otros viven situaciones tremendas». Sería cruel juzgar a la ligera a todos los que llevan a sus mayores a una residencia. Hay situaciones personales y familiares ligadas al ineludible deterioro que merecen el mayor respeto. Cada casa es un caso, un planeta. Jamás hay que demonizar a los que llevan a sus mayores a residencias, pero siempre que los internen y no los aparquen (como a los niños en las guarderías). Siempre que busquen ayuda y no pista libre para su egoísmo, para esa vida que tanto le facilitó el que ahora abandona. El mayor asco para los que no visitan, no quieren, cuidan, alivian ni honran a sus mayores. Ha llegado el momento de que nos preguntemos cuánta mierda somos capaces de salpicar a los más desprotegidos que viven más cerca, a los críos y a los viejos. En las parroquias decentes, en los colegios cabales, en el barrio y en el patio de la cárcel nos enseñan que a los niños ni se les toca, que son sagrados, lo mejor que nos queda. Nos enseñan que a los viejos se les acompaña hasta el final, que se sufre con ellos, se les tiene en casa siempre que sea posible o, si no, se les visita a diario, se les acompaña, cuanto más, mejor. Esas normas básicas, esa ética tan mediterránea, tan de pueblo, tan andaluza, tan cateta, tan de pobre, tan ridiculizada ahora por la modernidad, la prisa y el dinero, ha de ser defendida por los que aún creemos en ella, con todos los matices que quieran, pero sin violarla nunca. La gente decente, la que hace que todavía esto gire una vez cada 24 horas es la que se jode y se sacrifica, pero cuida de su madre anciana, de su padre viejo, como ellos cuidaron de los bisabuelos. Ya sé que hay viejos que fueron personas deleznables. Aún así. La otra opción, la que renuncia a los hijos, a los abuelos, a la pareja y a todos los vínculos humanos para mantener su status, su nómina, su codicia, su ambición y su puta calidad de vida es la que provoca que estas situaciones vayan a más. Que ganen dinero los estresados. Que ganen mucho, que les hará falta. Cuando sean muy mayores sólo conseguirán que alguien les cuide pagando. Mucho. Otros aspiramos a que nos quieran gratis. A condición de hacerlo antes. Como hicieron con nosotros. Como harán con nosotros.