opinión

Mar Adentro | No disparen contra el periodista

Por qué habrá tenido tanto eco, durante las últimas horas, la presunta amenaza sufrida por el comunicador jerezano Jaime Cantizano y apenas ha despertado atención la contundente paliza sufrida por el fotógrafo gaditano Rafael Marchante en las calles de Rabat? Supongo que no será por un inesperado triunfo del xerecismo mediático sobre el cadismo esperanzado en su nuevo mister. Tendrá que ver, más bien, con eso que llaman glamour: no es lo mismo que en el primer supuesto ande de por medio un guardaespaldas y una famosa de campanillas que te den para el pelo, en las calles de la capital marroquí, unos cuantos «elementos de las fuerzas de seguridad mientras tomaba fotografías de piquetes que habían ido a manifestarse delante del Parlamento».

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Para colmo, le birlaron la cámara al pobre de Marchante, fotoperiodista de la agencia Reuters, lo que suena muy bien pero que traducido resulta algo así como precariedad con prestigio. A Cantizano nadie le ha birlado todavía su aclamado programa de Antena 3, «¿Dónde estás, corazón?». Hay otros distingos. En este caso, todo parece obedecer al enfado de Ana Obregón, tan molesta habitualmente con el acoso de algunos medios que hasta su hijo Alex llegó a mostrar el trasero a un grupo de paparazzi. En un programa presentado, que no dirigido, por Cantizano se llegó a especular con la posibilidad de emitir dichas imágenes, lo que por cierto no sólo habría vulnerado varios convenios internacionales de protección de la infancia sino que hubiera infringido la legislación contra la pornografía infantil. Ella ha negado las acusaciones que publica la revista Interviú y asegura que aquel escolta, al que se investiga por asesinato, no era su jefe de seguridad sino que había sido contratado para prestarle sus servicios de «forma puntual». Es decir, a su hora en punto.

Rafa Marchante, en cambio, se quedó con el culo al aire por mostrar el trasero de un sistema que está llevando a buena parte de sus mejores cerebros a empleos malpagados, como de la señorita Pepis: la manifestación que pretendía retratar antes de que le zurrasen la badana era de licenciados marroquíes en paro, un colectivo que desmiente con sus movilizaciones la apariencia idílica de las pretendidas pero lentas reformas de Mohamed VI. También el ministro de Comunicación de Marruecos niega la mayor y promete investigar el caso hasta sus últimas consecuencias. Lo que no es decir mucho.

En las viejas películas del oeste, en los atestados saloons de atmósfera llena de humo, solían colgar un cartel que rezaba «no disparen contra el pianista», para que el músico pudiera seguir aporreando las teclas mientras agricultores y ganaderos, indios y cowboys, sherrifs y pistoleros, tirios y troyanos, la emprendían a mamporros en medio de la balacera. Ahora, habría que colgar otro letrero, el de «no disparen contra el periodista», para que pueda seguir ese otro espectáculo de vidas privadas de personajes que no cobran de los Presupuestos Generales del Estado antes de indagar en la vida pública de un país donde a menudo faltan sastrecillos valientes que sean capaces de decirle al rey que va desnudo. Pero, sobre todo, habría que pedir que no disparasen sobre fotógrafos de raza como Rafa Marchante, que podría estar esperando a inmortalizar el próximo posado estival de la bióloga más célebre de este país, pero que prefiere enseñarle el pajarito de la libertad de expresión a una globalización casi siempre entendida a la medida de los todopoderosos que suele dejar en cueros las esperanzas de los más débiles.