Ensayo sobre los cabreos
CÁDIZ Actualizado: GuardarUna de las peores herencias que dejaron los años 90, con sus yuppies, sus primeros neoconservadores y el amanecer tecnócrata fue la asociación universal entre cabreo y eficiencia, entre grosería y éxito. Los tópicos y lugares comunes funcionan bien por más que nos hagamos los interesantes. Uno de los que se ha colado en el subconsciente colectivo es que una persona que actúa con tensión constante, con cara y lengua largas adquiere, de entrada, sello de eficaz, seria y comprometida.
Esa creencia común tiene como primeras imágenes las caricaturas de Michael Douglas en Wall Street («si quieres un amigo, te compras un perro») o del superventas American Psycho, con Patrick Bateman. De iconos como esos y otros, por evolución de la especie, nacieron los Houses, Ristos y realitys que han convertido el cabreo en guión y espectáculo, en un mérito, en un objetivo por sí mismo, que atrae interés y espectadores, haya lo que haya detrás, que suele ser nada. Pero para aceptar a un borde, tiene que ser brillante. Al doctor cojo se le disculpa su afilada violencia verbal por dos cosas: salva una vida por capítulo y es un personaje de ficción. En la vida real, nadie podría permitirse tal actitud.
Muchos listos, de los que abundan en el entorno laboral, en el institucional y en los otros, se han ido quedando con la película. El simple hecho de poner cara de pitbull, de parecer estresado y tenso ya otorga el carné de implicado. El paripé consiste en dormir poco, comer menos, gritar mucho, correr más, interrumpir siempre e incluir, tres veces en cada frase, la palabra ‘no’. Con hacerlo, o fingirlo, ya llega para pasar por trabajador estajanovista, ambicioso sin mella y conseguidor mágico. La cosa es parecerlo. Pero cualquier apariencia dura poco enfrentada a la realidad, a la experiencia y a los números. Todo se viene abajo cuando se busca, tras la pose, una idea, una intención, incluso resultados, obras y hechos.
Es difícil librarse de esta sensación al asomarse a cualquier patio. Incluso al de la política nacional. A Rajoy, no nos engañemos, lo que más le reprochan es que no «dé caña», que esté empeñado en ser un tipo amable y templado. Los que el otro día le dieron paraguazos a su coche (compañeros de partido, qué no harán los oponentes) pasan, con su inútil agresividad y todo, por gente preocupada, comprometida con el futuro del PP. Aunque hay otras vías mejores para debatir las ideas y el liderazgo de un partido, el que defiende la normalidad queda como tonto. El que brama parece estar despierto, más por la labor.
En la política local también se reproduce. El equipo de gobierno municipal se labró una merecida fama de buen gestor en los primeros cuatro años del mandato Teófila. Ella aparecía autoritaria en los plenos, acelerada en la calle y enfadada porque le dolía Cádiz, alérgica a la menor crítica, pero fue capaz de levantar uno a uno todos los grandes proyectos urbanísticos que los socialistas sólo alcanzaron a imaginar y dibujar sobre papeles.
De forma involuntaria, casi todos aprendimos a pensar «claro, como está mosqueada, trabaja estupendamente». Eso de no tener vida más que para trabajar es algo que nunca deseamos a una hija o una madre, pero en una alcaldesa nos venía bien. Los primeros cuatro años pasaron. Luego vinieron otros cuatro, los primeros proyectos se inauguraron y, de pronto, todos hemos caído en la cuenta de que ya no hay nada más.
Las actitudes (ese mosqueo perenne, ese considerar sospechoso al que ponga el menor pero) siguen intactas, pero ahora resultan inservibles, al menos, de resultados invisibles. Como los chicos duros, los tecnócratas y los adoradores de la eficacia siempre se amparan en los números para lucirse o deslucir a los demás, también podemos juzgarlos a ellos con ese rasero, medirlos por esos parámetros digitales que tanto les pirran. En esta ciudad, no se mueve una piedra desde hace un lustro y que nadie venga con el rollo del segundo puente. Más allá de eso, que lleva mucho retraso, ni una idea nueva ni la ejecución de ninguna antigua. Ya da pereza repetir la retahíla de Los Chinchorros, los juegos infantiles, la falta de centros culturales en Extramuros, la vergüenza del barrio de Astilleros, la Plaza de Sevilla, los mil proyectos parados en La Viña (zona gafada, decía el preclaro Monforte) o todos los planes congelados en el contorno amurallado del casco antiguo.
Sólo hay prisa en ejecutar proyectos privados (las viviendas, cuando se hacían o rehabilitaban, concesiones de restaurantes, aparcamientos...) pero ni una idea nueva por el interés común, ningún servicio mejorado, ninguna oferta nueva ni mejorada, todo paralizado. Eso sí, con las mismas caras de cabreo, para que parezca que estamos en ello. Pero las poses, el llanto ni la sonrisa modifican la realidad.
A ver si los enfados se contagian como la ceguera en el ensayo de José Saramago y son ahora los vecinos los que, a fuerza de ver a sus dirigentes públicos con los dientes apretados, se han dado cuenta de que son rentables. Eso sí, siempre necesitan ir acompañados de alternativa, objetivo, propuesta, método, idea o plan.
Si no, el cabreo resulta inservible, sobrevalorado, como la simpatía.