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Contra el terrorismo

Por fortuna, después de cuarenta años de padecer y combatir a la horda etarra, la inmensa mayor parte de la sociedad española no ha perdido su capacidad de indignación ante la brutalidad de la violencia ciega como pretendido instrumento de presión política. La voladura, ayer, de un cuartel de la Guardia Civil que se saldó con una víctima mortal, cuatro heridos y la bestial puesta en riesgo de la integridad de otras cuarenta personas, ha vuelto a desencadenar esta riada de dolor y de ira que demuestra que la ciudadanía española sigue siendo íntegra y valiente, por lo que ninguna hidra repugnante alterará su norte ni su andadura.

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Aunque durante mucho tiempo se ha hablado de «la debilidad de ETA», al tiempo que se producían espectaculares éxitos policiales, los hechos demuestran la relativa facilidad de supervivencia de una organización clandestina que, contando con un escaso pero significativo apoyo social, se dedica al crimen y a la extorsión con pretendidos fines patrióticos que enajenan ciertas voluntades, y que cuenta además con la ventaja de disponer del escapadero francés, que siempre, por estrecha que sea la cooperación internacional, genera dificultades a la persecución policial. Con todo, hay que decir que, puesto que ETA sigue matando, es obvio que la presión técnica, policial, de los Estados español y francés, no es todavía suficiente. Es muy difícil de entender que en un mundo tan tecnificado como el actual, en el que hay escasas zonas sociales de sombra que escapen al escrutinio de las instituciones, unos cuantos desalmados consigan mantener durante cuatro décadas una estructura dedicada a sembrar el terror mediante el asesinato y los estragos.

Dicho esto, y constatada por tanto la necesidad de dedicar todavía más medios y recursos al combate contra esta repulsiva forma de delincuencia, a la que por supuesto hay que privar de cualquier connotación distinta de la puramente delictiva, es preciso añadir acto seguido que la opinión pública de este país no tolerará ni un minuto más que el terrorismo siga siendo un argumento del debate político. Los florilegios dialécticos de la legislatura anterior sobre esta materia podían soportarse mientras, a lo largo del mal llamado «proceso de paz», no hubo atentados, pero hoy sólo cabe frente a esta agresión flagrante la más cerrada unanimidad en todos los sentidos. De hecho, ni siquiera parece necesario plasmar en negro sobre blanco unos acuerdos que han de estar impresos en el corazón de todos, políticos y ciudadanos de a pie.

El consejero de Justicia del Gobierno Vasco, Joseba Azkárraga, en sus primeras declaraciones dolientes tras el atentado, argumentó que no debería interferir en el previsto encuentro de la semana que viene entre Rodríguez Zapatero e Ibarretxe porque eso, conseguir ser actores políticos, es lo que pretenden los terroristas, y tiene razón. Lo inconcebible, y lo que ya no dice este antiguo empleado de banca embarcado en disquisiciones jurídicas que lo sobrepasan, es que el presidente del Gobierno vasco mantenga las alucinadas tesis que sostiene, y que en el fondo otorgan a los criminales el fundamento teórico y psicológico que los mantiene vivos, puesto que ese aliento reivindicativo y heterodoxo del llamado nacionalismo democrático les persuade de que sus utópicas pretensiones autodeterministas no han decaído en absoluto puesto que, por otras vías, siguen siendo vehementemente reclamadas por partidos considerados respetables y sensatos.