Espalda contra espalda
La disposición física de Legutiano y la casa cuartel es el símbolo perfecto de la brecha abisal que separa a los vecinos de los guardias civiles y sus familias
Actualizado: GuardarEn Legutiano, las casas se erigen a espaldas de la Benemérita y su casa cuartel, da la cara al pantano de Urrunaga. El desencuentro físico es el símbolo perfecto de la brecha abisal que separa a unos residentes de los otros. A los uniformados, de los civiles. A los que están de paso y a los que no. En Legutiano, los vecinos y los guardias civiles no se miran porque no se ven. Pero no siempre fue así.
En un viaje forzado a su niñez, allá por finales de los setenta, la memoria de Raúl -el nombre ficticio de un treintañero de la zona- le sitúa en el colegio comarcal Santa Engracia, en el mismo Legutiano.
«Allí», evoca, «confluíamos todos, los hijos de los guardias civiles, los de los 'otros' y los 'normales'. Los primeros eran de Cádiz o de Jaén y era divertido, exótico, oírles hablar con tanta zeta. Algunos íbamos al cuartel a jugar. Tenían una máquina de petacos en la que las partidas salían gratis. Los 'otros', contaban que habían ido a Francia a ver a un primo o a un tío 'refugiado', que de paso habían ido al dentista, porque era más barato, o que habían comprado aspirinas, porque eran mejores. En el patio nos juntábamos todos». Aún eran críos y, como tales, ajenos a cualquier trastienda. «Recuerdo que un día mis amigos de la casa-cuartel llegaron a la escuela con casquillos, como si tal cosa. Habían sufrido un tiroteo. A mi aquello me sonaba al Oeste y a 'Fort Apache'».
Los duros ochenta
Los duros ochenta revelarían a unos y a otros que nada era de película. Ni las balas, ni las pintadas. Y sería para siempre. Raúl cita como uno de los principales puntos de inflexión de aquel cambio la introducción del modelo B en el colegio de Legutiano. «A partir de ese momento, los hijos de los guardias civiles dejaron de asistir. Es normal, para cuatro o cinco años que iban a quedarse preferían ir a Vitoria y estudiar en castellano».
Hubo más. El proceso de euskaldunización de Legutiano, una localidad formada en buena medida por emigrantes atraídos por el emergente poderío industrial de la zona, «las detenciones», «la movilización cada vez más intensa de los familiares de los presos» y el asesinato en 1986 de un teniente coronel cuando salía de un restaurante de la localidad alavesa «terminaron por enrarecer el ambiente. Se radicalizó». «Y ya nada volvió a ser lo mismo», cuenta el treintañero.
La fisura trazada entre el pueblo y la Benemérita, imaginaria pero infranqueable, como en muchas de las otras 28 casas cuarteles que conserva aún el País Vasco, ha terminado por aislar a unos de otros, los uniformados, de los civiles. «Incluso en la festividad del Jueves de Lardero, en la que los chavales van a pedir por las casas, se dejó de ir allí. Nosotros les volvimos la espalda y ellos se encerraron en su casa cuartel. Tiene que ser muy duro vivir así. Y muy triste. Estoy convencido de que la mayor parte del pueblo no se siente a gusto con el vacío que les hacemos», agrega dolido.
Sin saneamiento
En ocasiones, el vacío llegaría cargado de odio, como cuando a finales de los noventa, Ramón López de Bergara, hermano de uno de los jefes de los comandos de la reserva de ETA y entonces alcalde de Legutiano por EH, se opuso a arreglar el saneamiento del cuartel. Una decisión finalmente truncada por los votos de PNV y EA e inspirada en la consigna lanzada en esos días por el portavoz de la formación radical, Arnaldo Otegi: «Vamos a exigir que se marchen quienes vinieron a hacer la guerra».
En Legutiano, la brecha abisal que separa el monte del pantano de Urrunaga sólo se desvanece en algunos casos. Tan contados como clandestinos. «A mí un comandante del puesto me ayudó a buscar trabajo», contaba ayer un vecino anónimo pero agradecido.