LA RAYUELA

La balsa de Cortadura

Había una vez un Instituto ubicado en las puertas de La Cortadura de Cádiz, donde unos profesores de Secundaria se afanaban por encontrar sentido al mundo y para ello construyeron con sus alumnos una balsa fabricada con botellas y otros materiales de desecho de la sociedad opulenta donde vivían y se echaron al mar para, con la ayuda de una humilde vela hecha de trapos y sábanas viejas, llegar hasta la playa de la Caleta.

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Allí no les aguardaba una humilde Penélope tejiendo y destejiendo los hilos de su vida perdida en la vigilia de un Ulises guerrero, sino sus alumnos, que esperan sencillamente que con tan frágil embarcación sus profesores arribaran a tierra sin correr ningún grave percance. Desde que la botaron fueron conscientes de lo tremendamente difícil que sería gobernar una balsa así, porque en seguida se alejó de la costa arrastrada por las corrientes. Menos mal que los dioses del mar y los vientos concedían a Cádiz una de esas mañanas que anuncian o pregonan la belleza de una armonía universal que pareciera exigir una lógica sobrehumana.

El riesgo calculado y sensato es el precio de la hermosura, de la belleza, tanto en el arte como en la vida. Y es con la vida con la que los han zarandeado, como los vientos a la balsa, sacándolos de la rutina de libros y pantallas de ordenador. ¿Por qué lo hacen? Para ponerse, aunque sea de refilón, en la piel de otros hombres y mujeres que llamamos inmigrantes y que usan medios tan frágiles y peligrosos como esta balsa para intentar llegar y convivir con nosotros.

A los profesores, si valoráramos de verdad lo que hacen y usáramos el lenguaje con sentido, los llamaríamos maestros: maestros del lenguaje de Alonso Quijano y de Hamlet o del de la Naturaleza, que según Newton son las matemáticas. Pero también maestros de la vida, cuyo sentido sólo se alcanza levantando la vista más allá del ombligo y saliendo a la calle a mirar el horizonte. La balsa transparente nos coloca frente a la desigualdad extrema, la injusticia, el hambre, la dignidad y los derechos humanos. No tiene moraleja, es sólo una invitación a pensar sobre tanto dolor y muerte como arrojan las pateras que, cada vez con mayor dificultad, intentan la aventura de la esperanza. En Larache, una bellísima ciudad olvidada en la desmemoria del colonialismo español, hay una asociación que lucha por evitar y, en su caso, enterrar a los muertos del Estrecho. Paradójicamente (¿o no?) se llama Las pateras de la Vida.

Son días tristes que nos traen los ecos de nuevas muertes inaceptables como las de más de treinta inmigrantes sudsaharianos, provocadas por el hundimiento intencional de una zodiac por la Gendarmería marroquí frente a Alhucemas. Y cuando sabemos que Europa se prepara para endurecer la lucha contra los inmigrantes en situación irregular con la polémica Directiva de Retorno, mientras las cifras del paro adelantan un escenario de retorno forzado a sus países de origen. En definitiva, malos tiempos para la lírica.

Sin embargo, como defiende el maestro Salvador Giner, el conocimiento se alcanza no sólo con la razón, sino también con los sentidos. Y aunque la razón sostenga que no todos pueden llegar, los sentidos nos impiden dejarlos morir en el intento.