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La nación española

La conmemoración del bicentenario del 2 de mayo, una fecha cargada de simbolismo que sin embargo representa efemérides contradictorias, ha reavivado, como es por otra parte lógico, la eterna «cuestión nacional» de este país, siempre en pos de sí mismo, siempre en busca de definiciones más o menos acordes con su verdadero ser. Y aunque en la superficie de las cosas las celebraciones hayan ido por derroteros dispares, lo que en realidad se ha planteado ha sido la vieja, cansina y hasta aburrida controversia entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, la más antigua fuente de nuestras querellas. El 2 de mayo de 1808 representó, supuestamente el nacimiento de la nación española. En efecto, hubo aquel día patriotas que entregaron su vida a la causa del nacionalismo. Pero de ahí a llegar a tan rotunda conclusión hay, ha de haber, un abismo. Porque aquel día, el populacho español, poco consciente de lo que estaba defendiendo, rechazó asimismo los principios de la Revolución Francesa, los criterios esenciales del liberalismo que comenzaba a medrar en Europa y, en definitiva, la modernización que representaba la evolución que tenía lugar en el vecino país de más al norte.

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Sería probablemente poco patriótico poner en duda los nobles ideales de quienes dieron su vida el 2 de mayo de 1808, cuestionar la tesis de que lucharon por la «independencia» de no se sabe bien qué España de aquel momento, dudar del sentimiento doliente de un Goya que puso su genio al servicio de una patria que se le esfumaba de las manos. Pero la realidad es mucho más prosaica: en España reinaba una dinastía corrupta y roma, que no supo afrontar los vientos de renovación que llegaban de Europa y que dio al mundo el espectáculo lamentable de la enajenación de su misión histórica para conservar el efímero poder que les otorgaba el Antiguo Régimen, es decir, el modelo feudal, anacrónico, miserable, de la Edad Media, que carcomió hasta el siglo XIX la modernidad de este país.

Pero la realidad es la que es: aquí padecimos la grave decadencia de un modelo arcaico, que chocaba con las corrientes europeas en boga. En aquel punto, el 2 de mayo, cuando España, guiada por una dinastía agotada, permitió a los franceses utilizar su territorio para combatir al Portugal anglófono, nuestro país inició no la resurrección sino la decadencia que duraría dos siglos, que confrontaría definitivamente a aquellas dos fuerzas antagónicas que se han mantenido vivas hasta ayer mismo: la que tiraba hacia atrás y la que pugnaba por conquistar la modernidad.

El 2 de mayo no fue, en fin, el nacimiento de la nación española sino el comienzo de una gran duda, de un interrogante que todavía no se ha resuelto porque un país polícromo y complejo se puso en manos del populacho para engendrar, sin liderazgo alguno, una cierta idea de totalidad peninsular que poco después tropezó con la evidencia, con la realidad de las cosas. La nación española no es, pues, la consecuencia de aquel 2 de mayo sino el resultado de un patriotismo constitucional que proviene de unas convicciones intelectuales largamente acuñadas por la tradición cultural española y que ha sobrevivido espontáneamente a una etapa convulsa, interminable, que acabó malamente en la dictadura franquista, después de algunos atisbos de reconciliación con la historia, que nos había dejado al margen mucho tiempo atrás.

En definitiva, dejemos ese 2 de mayo relegado al inventario de los historiadores y miremos de una vez al futuro. Digirámoslo pero dibujemos un porvenir en paz y en libertad que nos redima de los viejos errores.