opinión

Crítica de TV | Chiquipuaj

Subida en la ola chiki chiki, TVE 1 se descolgó el martes con una suerte de monográfico Chikilicuatre presentado por Santiago Segura. El ejercicio tenía coherencia: el inventor de Torrente junto al hijo del torrentismo estético. No tiene mucho sentido comentar Dansin chiki chiki como programa de televisión, la verdad. El espectáculo empezó con las gogós de Chikilicuatre frotando los pechos sobre el rostro de Santiago Segura al grito de «perrea, perrea» y terminó con... Da igual cómo terminara. Yo no lo vi. Usted, seguramente, tampoco, porque la cifra de audiencia fue pésima: sólo un 10,9%. La Primera, sin embargo, había considerado que Chikilicuatre era un argumento digno de vestir el prime time de una cadena pública.

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Nada de todo esto es inocente ni gratuito. Cuando se emplean palabras como «crisis», «decadencia» u otras de sonoro catacrás, uno piensa siempre en la caída de Constantinopla o en los últimos días de Pompeya, con sus cataclismos y sus grandes incendios. Es la imagen más gráfica que tenemos a mano, pero quizá no sea la más correcta; tal vez la verdadera decadencia no es la que se produce en un sólo y convulso movimiento, sino esa otra que va lenta y tranquila, suave, dulce, sin que nadie la perciba o, más precisamente, sin que nadie la considere peligrosa, porque resulta demasiado trivial, demasiado poca cosa como para tomársela en serio; y sin embargo es esa gota malaya la que va perforando el cráneo hasta la muerte.

Un fenómeno como el del Chiki chiki nos está diciendo muchas cosas: es la apoteosis del chiste por encima del concepto, la apología de la burla por encima del arte, la glorificación de lo más vulgar por encima de cualquier criterio de excelencia. «Oiga, oiga, que sólo es una canción para Eurovisión», dirá el pompeyano. Pues sí, pero ahí está el problema: en que se niega valor indicativo al síntoma. Aquí es sólo una canción de Eurovisión, acá es sólo una serie de dibujos animados, allí es sólo un concurso de intimidades y acullá es sólo una película boba con subvención oficial, pero la suma es un paisaje de vulgaridad universal y, lo que es más grave, un retablo donde ya no cabe nada que alguien pueda considerar «superior».