Globalización y alimentos
No cabe duda de que tras la caída del Muro de Berlín, el liberalismo económico se ha impuesto decisivamente en el mundo. Incluso el viejo consenso socialdemócrata, comprensivo con las reglas del mercado libre pero dispuesto a otorgar un papel eminente al Estado, ha decaído ostensiblemente, y la ortodoxia capitalista ha triunfado, sin que se le opongan enemigos conocidos. En la Unión Europea, semejante criterio está en la base del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Los países que han adoptado el euro como moneda única se han comprometido a mantener el déficit público dentro de ciertos límites y a no intervenir en la economía, permitiendo la libre expansión de las fuerzas del mercado. En principio, semejante criterio ha fructificado de forma incuestionable: la prosperidad occidental se ha mantenido, con tasas de crecimiento notorias, durante más de tres lustros.
Actualizado: GuardarSin embargo, el modelo neoliberal que se ha establecido en el fundamento de la globalización está haciendo agua por varios costados. En nuestro país, el funcionamiento descontrolado del mercado, que ha cometido diversos desmanes especulativos nos ha llevado a una situación delicada, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, que infortunadamente ha coincido con la crisis internacional proveniente de los Estados Unidos y sus célebres hipotecas subprime. Y, en un orden superior y más preocupante, la pura y simple aplicación de las leyes mercantiles, sin control alguno, está provocando la subida desaforada de determinados productos alimenticios, lo que amenaza la supervivencia de numerosos ciudadanos del tercer mundo. Según los primeros datos, unos cien millones de personas podrían entrar en el marco de la pobreza severa a causa de la subida de los precios del arroz en los mercados internacionales. Un problema que tiene escasa relevancia en las naciones opulentas es capaz de matar de hambre a copiosas comunidades que subsisten precariamente. No se trata, es obvio, de cuestionar la evidencia, ni de defender a estas alturas determinadas utopías que han periclitado víctimas de su propia experiencia. Sin embargo, sí convendría probablemente reducir el valor de la espontaneidad mediante decisiones positivas que matizasen la libertad mercantil o, más propiamente, que modulasen las reglas esenciales, evitando malformaciones externas que las deforman. En el caso español, era patente desde hace tiempo que la vivienda se había convertido en un objeto de especulación, práctica que ha enriquecido a muchos mientras la inmensa mayoría de los ciudadanos salía perjudicada del encarecimiento exponencial de los inmuebles. Este hecho, unido a la evidencia de que los pisos han sido activos financieros muy rentables durante varios años, ha provocado daños irreparables a sectores muy concretos del cuerpo social.
El otro asunto, el encarecimiento de determinados alimentos y en concreto del arroz, proviene, como es conocido, del cultivo masivo de determinados productos que se utilizarán como biocombustibles. Nada hay que objetar, en principio, a que se intente resolver la escasez de combustibles fósiles, que han alcanzado precios exorbitantes. Sin embargo, parece políticamente inaceptable que tales mudanzas, que benefician al mundo desarrollado, se hagan a costa de incrementar las privaciones de los ciudadanos de los países más paupérrimos del planeta.