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Modista del surrealismo
El Guggenheim rescata la figura de la diseñadora Elsa Schiaparelli en la exposición 'Cosas del surrealismo'
Actualizado: GuardarLa escritora Mary McCarthy dijo una vez en la tele que cada palabra escrita por Lillian Hellman era mentira (incluidas las conjunciones y los artículos). Elsa Schiaparelli fue otra maestra del embuste. Lo reconoce en su autobiografía (Shocking life), donde habla de sí misma en tercera persona y relata todas las mentiras salidas de su boca desde que era niña (cuando no dice que miente, también miente). La suya fue una infancia de cuna meneada que nada tenía que ver con el entorno modesto de las otras grandes de la moda. Tanto Madame Vionnet como Chanel como Jeanne Lanvin fueron niñas desgraciadas y jovencitas a las que la vida puso empinados obstáculos. La Schiap se apareció como una china en el zapato de Coco Chanel, que hasta 1933 no había tenido rival. Aunque ahora parezca difícil de creer, Schiap llegó a ser, para disgusto y estupefacción de Chanel, la más famosa diseñadora del mundo. Una innovadora que introdujo las hombreras, las cremalleras, los tejidos sintéticos (el Rodofan, un plástico), la primera en abrir una tienda de prêt à porter, la creadora de un color (el rosa shocking, en 1947, la marca de la casa), la que usaba tela de tapicería y rizo de toalla, la que utilizaba botones con forma de cacahuete o de abejorro. «La artista italiana que hace ropa», la llamaba, despectivamente, la francesa. Chanel era el sentido común. Schiaparelli, la extravagancia. Chanel, la amiga de los cubistas. Schiaparelli, la amiga de los surrealistas.
La italiana se había casado en 1914 con el conde William de Wend de Kerlor. En 1919 se fueron a vivir a Nueva York. Allí, y ese mismo año, tuvo a su hija, Yvonne, más conocida como Gogo (que era la madre de la actriz Marisa Berenson). El conde se la pegó por enésima vez, se divorció, trabajó de guionista y traductora y emigró a París en 1922 más moderna que ninguna, con ese background que incluía su romano y aristocrático sentido de la historia, todas las novedades de la ciudad de los rascacielos y su extraordinario carácter, tan alocado como provocativo.
El zapato por montera
De ella se esperaba lo inusual, y no defraudaba. El buen gusto era menos importante que la creatividad. No quería dar a las mujeres estilo y elegancia (ya se les suponían), debían atreverse a ser diferentes, a llamar la atención. Y después de la Gran Depresión se necesitaba excitación. Era el momento de ponerse el zapato por montera. Una de las verdades que salpican sus memorias es lo de que nunca fue tímida a la hora de aparecer en público hecha un cromo (también es verdad que era tan fea que no venía mal desviar la atención). Ya fuera con una cabeza de pantera auténtica como sombrero, con un vestido que simulaba llevar un pecho al descubierto o con una peluca rizada y plateada que el peluquero Antoine le hizo especialmente para esquiar.
Fue una de las primeras que se centró en la ropa sportwear e hizo una escandalosa falda pantalón (precursores de los shorts) a Lilí Álvarez para Wimbledon en 1931. También diseñó el vestuario para la aviadora Amy Johnson en su vuelo en solitario a Ciudad del Cabo en 1936. Schiaparelli se inventó a sí misma y se hizo inventora de ropa (no sabía coser y se duda que cogiera unas tijeras alguna vez en su vida). Que sus diseños fueran órdenes dadas a otros no le quita el título de primera modista subversiva.
Permanente influencia de la moda contemporánea, en la italiana se han mirado Yves Saint Laurent, Gaultier, Vivienne Westwood, Versace o Galliano. Esta ya acabada temporada de otoño-invierno hemos visto renacer su colección de piel y pelo de mono (que se exhibe en la exposición sobre surrealismo del Guggenheim). Con ese aspecto peludo, Bruno Fisoni y Patrick Cox han hecho botines y Valentino Garavani y Givenchy, bolsos.
Pero fue a partir de 1935, y tras instalarse en la Place Vendôme, cuando su carrera subió a lo más alto, cuando influiría incluso para refinar el estilo chicazo de Katherine Hepburn. «Su tienda es un laboratorio infernal. Las mujeres van allí, caen en una trampa y salen disfrazadas», decía Jean Cocteau (Harpers Bazaar, 1937), que colaboró con ella en una chaqueta con una mano bordada en la cintura y en un abrigo de noche.
Relación con Dalí
Su implicación en el movimiento surrealista rompería la barrera que separaba el arte y la moda. O, para ser más exactos, la moda pasaría a ser arte y no lo que debía ser (sus vestidos tenían poca gracia más allá de la anécdota del estampado o los bichos: los escotes eran altos, las mangas largas, escondían el cuerpo). Aunque trabajó con otros, su más estrecha colaboración sería con Dalí. Ahí están el sombrero zapato, el vestido de organza blanco con una gran langosta cuya cabeza estaba a la altura de la entrepierna (y que Wallis Simpson compró para su ajuar) o el del velo que simulaba estar rasgado. Hija de su tiempo, contribuyó a la escandalera artística de entreguerras. Pero es probable que su ropa sea también otra gran mentira. Se retiró en 1954, justo el año en que Coco Chanel regresó. Para quedarse.