EL COMENTARIO

Lo que cambia y lo de siempre

Sobre lo que es el realismo, lo dejó claro uno de los viejos maestros: concretamente significa que definimos el bien común no puramente por altruismo sino por contención del egoísmo. Acaba de morir Arthur Clarke, uno de los escritores de ciencia-ficción más conocidos, el autor de 2001: una odisea en el espacio. En lo mejor de la literatura de ciencia-ficción hay atisbos de lo que va a venir, de lo que cambiará hasta límites inimaginables. El contraste entre el realismo de lo de siempre y esa utopía transitoria de lo por venir perfila el mundo en el que ahora mismo vivimos. Lo cierto es que la Ilustración creía posible la perfección social en la Tierra. Cada mal procedía de un error en algún momento solucionable. Ignoraban la existencia del mal en la Historia, la significación permanente de la tragedia en la naturaleza del hombre.

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Casi nunca logramos esquivar las ambigüedades morales derivadas del hecho de que andamos a tientas y a ciegas entre la tiranía y la anarquía. Ambas son siempre posibles. La historia de la democracia moderna está determinada por esas dos formas de poder en una tensión que probablemente nunca será resuelta. Es decir: el poder es necesario para tener orden y justicia, pero puede ser usado para tiranizar y destruir la libertad. Las ambigüedades de la Historia no son meros accidentes sino rasgos permanentes de la existencia histórica del ser humano.

Por una parte, vivimos la experiencia de una Unión Europea que es en parte un experimento de transnacionalidad o de supranacionalidad, para los europeistas más acérrimos. Por otro lado comprobamos que la democracia tiene por ámbito el Estado-nación y no el mundo o el espacio europeo. Ese Estado desde hace largas décadas es el Estado de bienestar, algo que intuyeron los socialistas utópicos -a su modo, pensadores de ciencia-ficción- pero que llegó a ser una realidad por obra de los políticos realistas. Ahora, en Suecia vemos como al hundirse el mastodóntico Estado de bienestar en los años noventa después de una muy larga hegemonía socialdemócrata, las reformas de los gobiernos liberal-conservadores han propiciado un nuevo equilibrio entre la responsabilidad pública por la equidad con nueva y más amplia una capacidad ciudadana de elección.

Hablamos de un capitalismo del bienestar que preserva y garantiza calidad asistencial y capacidad individual de elección. En aquella situación, el incentivo a trabajar se había ido reduciendo de forma increíble porque el subsidio del desempleo igualaba la oportunidad salarial. Tanta intervención pública afectaba de forma sustancial a las opciones de los ciudadanos. El paternalismo del Estado intervencionista produjo la reacción de los individuos. Hoy disponen del sistema de bonos de bienestar. Con el capitalismo del bienestar, en expansión en no pocos países europeos, empresas privadas de todo tipo son los actuales proveedores de servicios del bienestar, con financiación pública y bajo control y regulación del Estado.

El caso sueco va a ser previsiblemente imitado en otros países europeos. Es de lo mejor que podría pasar para que los cambios sean razonables y sin traumas. Si el fin de la Historia significa algo es que la política ideológica es un anacronismo. Hay política que solo es poder, pero no toda la política es solo poder, del mismo modo que la política es conflicto pero no siempre reducible a la confrontación de naturaleza hostil o interinamente bélica. Eso no significa que vayamos a olvidarnos de las visiones tan potentes de la buena ciencia-ficción. Así pudo el hombre pisar la Luna. En las novelas de Arthur Clarke, con anticipación asombrosa, aparecían las computadoras, la clonación, los viajes espaciales. En realidad, la imaginación humana es tanto parte del gran cambio como de lo de siempre.