EL RAYO VERDE

La historia de Aser

Cuando nos llegan las dramáticas cifras de la inmigración en nuestras fronteras, cuando se agría el debate acerca de los que vienen a buscarse la vida entre nosotros y su criminalización, resulta aún más estremecedora la historia de Aser Mohamed y de su madre, que el otro día publicaba un periódico nacional.

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Aser es una de las 89 personas que han muerto al intentar entrar en España desde Marruecos este año, según las cifras que dió el jueves la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía. Perdió la vida en Ceuta, en la misma frontera, al caer desde los bajos de un autobús de turistas, cuando intentaba pasar escondido. Era pakistaní y había llegado desde el Punjab, en un barco de Karachi al Magreb, sabe Dios en qué condiciones y a qué precio, con el propósito de ayudar a su madre, viuda, y a sus nueve hermanos. Tenía 30 años.

La comunidad musulmana de Ceuta se movilizó, le organizó las honras fúnebres y recaudó 4.500 euros para enviar a la familia. Pero su madre lo rechazó y rogó que gastaran ese dinero en enviarle el cuerpo de su hijo a su pueblo, para enterrarlo con los suyos y poder acudir a rezar junto a su tumba. No hubo manera de convencerla, a pesar de que con esa cantidad hubiera podido montar un negocio que resolviera el futuro de los suyos, ya que el sueldo medio en Pakistán roza los 50 euros.

Haciendo la cuenta de la vieja, si el salario mínimo en España son 600 euros, la donación representaba pa-ra la viuda pakistaní unos 54.000 euros, 9 millones de las antiguas pesetas.

La historia de Aser nos habla, primero, del amor de madre y de la integridad moral y de la firmeza en los valores de una sociedad que en Occidente tendemos a considerar arcaica y pobre, atrasada, fanática. Nos dice también mucho acerca de quiénes son esos que vienen a nuestras costas, y se juegan la vida, y llaman a nuestra puerta a pedir pan. A quienes la Policía pide la documentación en la calle antes que a otros, a quienes también la falta de salidas empuja a la ilegalidad, quienes trabajan por menos dinero que los nativos, sin seguros, en empleos que nadie quiere, y quienes están aportando cuotas para pagar nuestras pensiones.

Pero también habla de la necesidad de incorporar a las nuestras políticas de inmigración y a nuestras políticas en general, a nuestro debate público, una serie de valores clásicos que se han quedado anclados en la noche de los tiempos, y que incluso ahora son calificados con desprecio como «buenismo».

Se trata, por ejemplo, de recuperar el concepto clásico de la pietas, la piedad. «Hay que globalizar la justicia, la piedad, la solidaridad», me decía Emilio Lledó cuando le entrevisté. Días después hablamos de esa idea que se me había quedado prendida, como un eco, y me reiteraba su decisiva importancia para la vida, para el pensamiento y para la acción.

La pietas -un término filosófico que ha recorrido el tiempo desde los clásicos- conserva, a pesar de los usos que han hecho los diversos pensadores, desde los más ortodoxos hasta los más renovadores, un sentido profundo de ideal humanístico, el fundamento de toda una ética. Esa posibilidad de compasión, de amistad con el otro, de esfuerzo de comprensión, de empatía hacia los problemas ajenos o generales es también lo que ha de fundamentar la Política, con mayúsculas, y el trabajo de los gobernantes consiste precisamente en crear cauces para que fluya y contagie.

Hay mucho que aprender de la madre de Aser, que llora cada día ante la tumba de su hijo, en unas remotas montañas del Punjab.

lgonzalez@lavozdigital.es