Un hombre normal
No tiene fascinación por las palabras, simplemente las usa. Sensato y socarrón, pese a su ironía escéptica, ha sobrevivido más de dos décadas en la jungla política
Actualizado: GuardarE n esta campaña electoral, Mariano Rajoy se ha definido reiteradamente como un hombre normal al que le preocupaba la gente normal; un político de ideas normales que aspiraba a liderar un país normal que se llevase bien con los países normales. Como se puede comprobar, en Rajoy no hay fascinación por las palabras. No las idolatra, simplemente las usa. Para él, son herramientas. Eso dice mucho de su personalidad pragmática: es un dirigente que no ha caído bajo el influjo de la retórica del momento (cierta mezcla de bullshit y lenguaje publicitario), una especie poco común dentro del ecosistema político patrio. Estamos ante uno de los pocos españoles menores de 60 años que todavía utiliza sin reparo expresiones como a lo que se ve o ni hablar del peluquín.
Hay algo de boticario decimonónico en este gallego de cincuenta y dos años, un aire de autoridad de provincia que disfruta con la tertulia del casino, con la observación desapasionada de las cosas del mundo y con la lectura de tres o cuatro libros suficientemente serenos y contrastados por el tiempo. Campechano, sensato y socarrón, es un hombre profundamente antimoderno. No desentonaría en una novela de Clarín.
Sin embargo, pese a su aspecto anodino y su ironía escéptica, Rajoy ha sobrevivido más de dos décadas en la jungla política. La suya ha sido una carrera larga y brillante que quizá terminó ayer, con la victoria socialista. Aún así, su expediente es extraordinario: ha ocupado cinco ministerios, ha sido vicepresidente del Gobierno y ha liderado durante un lustro el principal partido de la oposición.
Pesadilla para un asesor
Probablemente, Rajoy es la peor pesadilla de cualquier asesor de imagen. Hasta hace unos años sus chaquetas y sus corbatas eran dignas de verse, como escogidas al azar, sin ningún interés. Además, su lenguaje no verbal resultaba envarado, su barba no iba a juego con su pelo y no era raro que apareciese en las fotos viendo un partido de fútbol en la tele mientras se fumaba un puro de calibre olímpico.
Detrás de esa imagen nada sofisticada, había un político de peso, habituado a solucionar problemas de espaldas a la galería: un corredor de fondo que nunca se ha considerado a sí mismo un político profesional.
Mariano Rajoy Brey nació el 27 de marzo de 1955 en Santiago de Compostela, en el seno de una familia conservadora habituada a desenvolverse en las inmediaciones del poder. Su abuelo fue redactor del primer Estatuto de Autonomía de Galicia y su padre presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra.
Fue un estudiante brillante en los Jesuitas de León y un esforzado jugador de baloncesto. Estudió Derecho en Santiago de Compostela y, recién licenciado, aprobó las oposiciones a Registrador de la Propiedad, unas de las más duras de cuantas se convocan. Se convirtió en el registrador más joven de España.
Militante de Alianza Popular desde 1981, ese mismo año fue elegido diputado del primer Parlamento gallego de la democracia. Tenía veintiséis años y ya transmitía una inusual sensación de madurez. Le ayudaba su poblada barba -que desde 1977 ocultaba las cicatrices provocadas por un grave accidente de coche-, su envergadura y su temperamento difícilmente perturbable. En Galicia, además de diputado autonómico y concejal, Rajoy llegó a ser presidente de la Diputación de Pontevedra y vicepresidente de la Xunta.
Dio el salto a la política nacional a comienzos de los noventa, de la mano de José María Aznar, coincidiendo con la refundación del partido. Desde entonces, sería uno de los hombres de peso en el PP. En 1996 se convertiría en el Ministro de Administraciones Públicas del primer gabinete Aznar. Ese mismo año se casó en la Capilla de las Conchas de La Toja con Elvira Fernández Balboa, una gallega licenciada en Empresariales diez años menor que él. Hoy tienen dos hijos pequeños: Mariano y Juan.
«No es gran cosa»
Durante sus años como ministro, permaneció en un discreto segundo plano y adquirió fama de gestor equilibrado, eficaz y poco dado a las salidas de tono. Su carácter pausado y socarrón se hizo muy conocido. En 2000, preguntado por qué se siente al estar en el gobierno, contestó encogiendo los hombros y ensayando una de sus sonrisas inexpresivas: «No es gran cosa».
Ese mismo año fue el responsable de diseñar la campaña de las elecciones generales, en las que el PP obtuvo la mayoría absoluta. En el nuevo gobierno ocupará los cargos de vicepresidente, Ministro de la Presidencia, Ministro del Interior y portavoz del Gobierno, desde donde afronta dos de los peores momentos de su carrera política: la participación española en la guerra de Irak y la catástrofe del Prestige.
En agosto de 2003 es propuesto por José María Aznar para ser su sucesor, desbancando a Rodrigo Rato y Mayor Oreja. «Es una persona en la que se puede confiar», dijo entonces Aznar. «Es discreto y cabal». Sin embargo, en marzo de 2004, tras los atentados de Madrid, los españoles le enviaron a la oposición. La noche de la derrota electoral, Rajoy compareció en una rueda de prensa en la que no admitió preguntas: «Salimos del gobierno con las manos limpias y las cuentas claras».
Durante los últimos cuatro años, ha ejercido una oposición agresiva. Se ha visto obligado a ser más contundente y también a actualizar unos milímetros su imagen. Ha intentado comportarse con mayor naturalidad y ha ganado cierta soltura en las apariciones públicas. No parece haber sido suficiente. Ahora queda flotando en el ambiente la sensación de que el mejor Rajoy sólo aflora cuando es él mismo: un tipo inteligente y realista capaz de aplicar a todos los asuntos de la vida pública cierta distancia sana. Quizá haya llegado su momento de dejar la primera línea. Tal vez, cuando mire hacia atrás, comparta estas palabras de Josep Pla: «No creo haber inspirado jamás pasión alguna, ni entre los hombres ni entre las mujeres, lo que, en la época vivida, no me desagrada en absoluto».