LOS LUGARES MARCADOS

Todos los días son viaje

La sentencia es de Matsuo Basho, poeta japonés del siglo XVII que pasa por ser el mejor hacedor de haikus, esa forma poética breve y sugestiva que hoy practican con pericia escritores de todas las latitudes. Todos los días equivalen a una odisea, a una aventura, a un riesgo también (pues un viaje sin alguna dosis de inseguridad y de zozobra puede llamarse quizá turismo, pero no merece un nombre tan bello como «viaje»). Cada nueva jornada abre a nuestros ojos un mundo tan variado y novedoso como el más exótico de los periplos. Sólo que hay que tomar conciencia de ello.

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Cualquier vida, vista desde fuera, ofrece su atractivo. De ahí que todos -sin excepción- seamos o curiosos, o entrometidos, o cotillas (hagan su propia elección y colóquense en la categoría que mejor les cuadre). Nos atraen las existencias ajenas, las penurias del prójimo y también sus logros. Es una inclinación morbosa, pero humana e irrefrenable. Y, sin embargo, qué poco interés ponemos a veces en nuestras propias aventuras cotidianas. Qué poco valoramos esos hechos prodigiosos que nos rodean y que nos afectan: las conversaciones con los amigos, las miradas del compañero, el sabor del primer café de la mañana, la flor que se acaba de abrir en nuestra terraza.

Si consideráramos que cada paso que damos forma parte de un viaje hermoso, más o menos largo, pero único, quizá nos detendríamos más a menudo a disfrutarlo. Da igual que el camino nos lleve, como a Basho, al templo de Ise, tras seis meses de trayecto a pie hacia el norte de su isla, o que simplemente nos conduzca al parque de nuestro barrio. Que nos movamos por el ancho mundo o que limitemos nuestras expediciones a la pequeña ciudad de provincias donde hemos nacido. El quid de la cuestión está en la forma de mirar y en la ilusión con la que contemplemos la ruta.