opinión

Ave y elecciones

Si la perspectiva histórica sólo se adquiere, como es obvio, con el tiempo, los procesos electorales suelen ofuscar las entendederas de los ciudadanos y dificultan todavía más los juicios ecuánimes sobre los grandes asuntos. Es el caso del AVE Madrid-Barcelona, que ayer se puso gozosamente en marcha con sus primeros viajes comerciales, que aproximan materialmente entre sí por vía férrea a las dos principales ciudades españolas. La innovación es espectacular, y sólo el paso de los años nos permitirá calibrar debidamente la trascendencia económica, política y social de esta aproximación física, que llega, como todos sabemos, con algunas semanas de aparatosos retrasos debidos a problemas técnicos de última hora, que han frustrado las prisas electorales de estos preámbulos del 9-M.

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Llega, en fin, el feliz acontecimiento con un regusto claramente agridulce, que ayer se manifestaba sin ambages en la prensa catalana, la única que otorgaba verdadero realce a la noticia. Y al tiempo que se reseñaba la importancia del suceso, se celebraba el final de la melodramática zozobra de las últimas semanas y se aprovechaba para lanzar nuevamente críticas sobre quienes han gestionado el final de la obra, se deslizaba también la sombra de un viejo agravio histórico, que viene de muy lejos. Nada menos que de los años ochenta, cuando el gobierno socialista de Felipe González comenzó a proyectar la alta velocidad ferroviaria en España.

En efecto, como se recordará, el AVE fue inicialmente proyectado como una infraestructura vinculada a la Exposición Universal de Sevilla de 1992, aquel año mágico en el que el quinto centenario del Descubrimiento de América se hizo coincidir con la Expo sevillana y con unos Juegos Olímpicos en Barcelona. Por aquel entonces, algunas voces catalanas ya señalaron que la alta velocidad entre Madrid y Sevilla postergaba la línea Madrid-Barcelona, que habría de ser construida cuanto antes.

La decisión de González de dar preferencia al eje Norte-Sur de alta velocidad era ideológica y escasamente discutible: la gran urgencia de la España de los años ochenta era desarrollar el Sur, resolver el crónico desequilibrio Norte-Sur generado, entre otras muchas razones seculares, por la dificultad histórica de las comunicaciones. De hecho, y aunque la resaca de la Expo fue dura y dolorosa, no es exagerado afirmar que 1992 fue un hito vital para Andalucía.

La deuda está, al fin, zanjada, aunque tardíamente, pero queda un rictus doliente en el rostro de los catalanes. No sólo por haber sido plato de segunda mesa sino porque siguen considerándose víctimas de otras postergaciones: la de Francia, que retrasa sine die la conexión por AVE de Barcelona con la red francesa de alta velocidad para impedir que Barcelona se convierta en la capital indiscutible del arco mediterráneo del Golfo de León, en detrimento de Marsella. Y la de España, que ha aplazado también indefinidamente el AVE Barcelona-Valencia, que sería la clave para la superación del viejo esquema radial que siempre ha seguido la ordenación del territorio en nuestro país.

En cualquier caso, y con ser relevantes estas cuestiones, es claro que estamos en presencia de problemas más vinculados a la opulencia que al desarrollo, problemas de rico en definitiva, por lo que la dramatización del asunto debe mantenerse en unos límites razonables. En las últimas dos décadas, este país ha dado un salto gigantesco y lo realmente importante es que no perdamos la velocidad de crucero ni consumamos nuestras pletóricas energías en querellas internas. Sobre el trasfondo de los debates interminables, y seguramente saludables, hemos de seguir desarrollando el AVE, haciendo país, construyendo futuro.