EL COMENTARIO

Entre Dios y el César

Es lógico que en vísperas electorales los distintos grupos de presión, los movimientos sociales asociativos en general y los diversos actores institucionales públicos y privados manifiesten sus puntos de vista, traten de orientar las preferencias colectivas y, en definitiva, de influir en el desarrollo de los procesos representativos. También la jerarquía de la Iglesia Católica, reunida en la Conferencia Episcopal, lo hace regularmente desde la Transición mediante notas encaminadas a «orientar el discernimiento moral que es necesario hacer cuando se toman decisiones que han de contribuir al pleno reconocimiento de los derechos fundamentales de todos y a la promoción del bien común».

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La irrupción de la curia en la campaña es perfectamente legítima, y aun obligatoria en quien cree tener una misión trascendente y aspira a influir por lo tanto en los rumbos colectivos. Y puesto que las posiciones morales de la Iglesia son bien conocidas, sus recomendaciones no deberían ser noticia ni mucho menos tema del análisis político. De ahí lo sorprendente de que ayer prácticamente todos los medios de comunicación de este país abrieran sus ediciones con referencias a la nota obispal previa al 9-M y sus secciones editoriales con comentarios a la misma. Y es que la nota se sale en esta ocasión de sus cauces habituales para incurrir en excesos llamativos y, por ello mismo, provocativos. Excesos que como es natural tapan algunos aciertos singulares de la intervención y restan todo valor a las admoniciones más obvias y sin embargo más vinculadas a la esencia de la doctrina tradicional de la Iglesia.

Los excesos mencionados son sobre todo dos: el primer de ellos es la falsedad de afirmar que existen «dificultades crecientes para incorporar el estudio libre de la religión católica en los currículos de la escuela pública». Aunque somos muchos quienes pensamos que la escuela pública no debería promover el estudio de la religión, hay que afirmar enfáticamente que la Iglesia católica de este país no ha perdido ni un ápice de esta prerrogativa, por lo que se entienda mal que arremeta de paso contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que, como en la mayoría de los países de la Unión y de acuerdo con una directiva comunitaria, enseña otras cosas en línea con el laicismo europeo y con los grandes valores democráticos.

El segundo exceso es, directamente, una insidia. El punto 8 de la nota afirma, sin soporte argumental conocido que sustente la cita, que «una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer ni explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, no puede tenerla como interlocutor político». El portavoz episcopal Martínez Camino, en declaraciones a La mirada crítica de Telecinco, negó que esta afirmación fuese dirigida concretamente contra alguien, pero es hipócrita sostener este aserto. Y es simplemente insidioso afirmar que este gobierno ha tenido a ETA como «interlocutor político» o que la ha aceptado como «representante de un sector de la población». Prueba de que no incurrió en tan gravísimo error es que no hizo concesión alguna a los terroristas que formularon exigencias políticas, y que precisamente por ello fracasó el proceso de paz.

Ha existido malicia en la nota obispal, como han reconocido incluso los democristianos catalanes de Duran Lleida, que han tenido que recordar que monseñor Juan María Uriarte, obispo de San Sebastián, fue mediador entre ETA y el Gobierno de Aznar en 1998, durante la anterior tregua gestionada por el ex presidente del Gobierno, también fracasada por la misma razón que la última. Ha habido, en fin, una vez más en esta legislatura, utilización espuria de la cuestión terrorista, en la que el Gobierno puede haber cometido crasos errores, pero no el de ceder a las exigencias de los criminales, ni el de orillar las previsiones constitucionales, ni el de reconocer a la banda terrorista alguna representatividad. Estas estridencias de la Conferencia Episcopal, evidentemente controlada por su sector más duro ante la debilidad de Blázquez, cohesionan sin duda a su clientela más enfervorizada, pero aleja a la Iglesia de las muchedumbres más tibias y razonables. Y reaviva fantasmas anticlericales o, simplemente, laicistas, que todavía habitan en algunas estancias de este país. Esta actitud de la curia invita a postular, efectivamente, una revisión de las relaciones con la Santa Sede, que acentúe la separación Iglesia-Estado y que mejore la aplicación de la evangélica conseja de dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios.