Juan Cantueso vuelve al cantil del muelle
Cada vez que paso por Canalejas, sobre todo en estos últimos días, pienso cómo será aquello cuando no esté la verja. La verja del muelle, claro, que el martes supimos -por LA VOZ, cuña publicitaria- que se derribará y más pronto que tarde será real la soñada integración del puerto y la ciudad. Llevamos años hablando de eso y ya, por fin, parece que hay posibilidades fehacientes.
Actualizado: GuardarComo aquí somos bastante cándidos, humildes, o pasotas, hasta ahora habíamos dejado que el debate se moviera en el ámbito urbanístico o técnico, como si todos fuéramos arquitectos o ingenieros de caminos, canales y puertos. Hechas ya, pues, todas las consideraciones al respecto acerca de las infraestructuras, la ordenación portuaria, los tráficos, tránsitos, circuitos, los ganchos electorales o partidistas incluso, yo revindico aquí otra mirada: la simbólica, la de los sueños, del imaginario colectivo, de la identidad, la memoria, los sentimientos.
La verja ha significado, de una manera subliminal, como la calavera que Hitchcock metía, a velocidad imperceptible por el ojo humano, en la escena de la ducha de Psicosis, una frontera agresiva e infranqueable en la relación entre la ciudad y el mar, una relación esencial pero taponada. La sucesión de lanzas de hierro alineadas y terminadas en punta que la forman no es precisamente una imagen amistosa para quienes estamos de este lado. De algún modo nos confina dentro de los límites urbanos y nos disuade de intentar traspasarla. Hace del mar y los barcos, y de paso de los sueños por salir más allá, territorio de otros, paisaje de fondo, ansias imposibles.
Sin embargo, por leyenda o por historia, por tipismo o chauvinismo, en la identidad de los gaditanos, en la imagen que nos hemos construido de lo que somos, el muelle juega un papel esencial. No es sólo «una industria» de la ciudad, es el borde, el camino del futuro, por donde escapar, por donde volver. La puerta al mar de la Bahía, que es como el patio de mi casa, particular, amable, plácido, luminoso, refugio de las tormentas, deleite de los sentidos, también el zaguán para recibir a los visitantes. Por allí llegaron todos ellos, las carabelas, las goletas, los paquebotes, las pateras, los vapores, los superfast. Por allí salieron también los nuestros a ver el mundo. Como Juan Cantueso, el transunto del gaditano que Fernando Quiñones creó para La canción del pirata, el pícaro, aventurero, pimpi, navegante, pintor ayudante de Murillo, preso, defensor a la postre de Cádiz en el asalto angloholandés, fabricante de empanadillas con dedos humano en el relleno...
El derribo de la verja puede ser el símbolo de un retorno de la ciudad al mar y, por ende, al cosmopolitismo, la apertura a las nuevas tendencias, a las nuevas ideas. El fin de la edad media, del caserío decadente refugiado en sí mismo, oscuro, pacato, y el salto a la modernidad, a los aires de libertad y los sueños de avance y progreso...
En fin, que yo desvarío enseguida. Ahora queda por ver si cuando al fin la verja se derribe:
A- No habrá alguien que diga que hay que conservarla porque es una joya del nosecuanticismo y se dilate el proceso en procelosos trámites.
B- No nos colocan allí un platillo volante, una pagoda china, un pabellón isabelino o cualquier espanto diseñístico que obstaculice el paso, impida ver el mar o convierta el espacio libre en una nueva oportunidad perdida, una plazoleta de barriada incluso, ay, vallada, que es como le gusta ponerlas al Ayuntamiento.
Veremos.
lgonzalez@lavozdigital.es