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La patera de Sambégou Beangoura

La afición cadista ha saludado con algarabía la cesión final del jugador guineano Sambégou Bangoura, que hasta ahora militaba en el Boavista de Portugal. Su fichaje, en gran medida, endulzaba el mal sabor de boca que dejó la frustrada operación por la que se pretendió que el jugador nigeriano Patrick Ogunsoto vistiera de amarillo en vez de irse a Grecia como terminó yéndose.

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¿Cuántos jugadores de primera viajarían a bordo de la patera que zozobró ayer en las costas de Conil, con una nueva carga de muertes? ¿Alguien imagina a la afición de la campaña de la fresa que le hiciera la ola a los supervivientes de ese naufragio o de la segunda patera avistada y rescatada en la mañana de ayer en el Estrecho? Allí siguen faltando brazos, como ocurre en los olivares de Jaén o en los campos de Almería, de Murcia o del Maresme.

Ya veo al cura Gabriel creando el equipo de fútbol de la Pastoral Diocesana de Migraciones. Medio mundo se rasga las vestiduras por la tocata y fuga de jugadores de clubes de primera fichados por las selecciones de sus países de origen para disputar en los últimos días la Copa de Africa. Incluso se está pensando en primas a los clubes que tengan que prescindir de sus estrellas, ausentes de vez en cuando por estos compromisos más o menos patrióticos.

Si los equipos se tambalean por la ausencia de esos nuevos gladiadores a los que los fanáticos de la ultraderecha llaman monos quizá porque uno de sus antepasados humilló a la Alemania de Hitler en la Olimpiada de Berlín, ¿qué pasaría si los centrocampistas del sector de hostelería, si los delanterocentros a los que llamamos temporeros, si los defensas que protegen a nuestros ancianos y a nuestros niños, volviesen a casa para disputar el campeonato de la justicia? ¿Quién nos pararía el penalty de la vida cotidiana, quién correría por nuestra banda para evitar que un córner dejara una obra sin acabar o un camión de reparto sin hacer su ruta?

El mismo país donde triunfaron Puskas, Di Stéfano y Kubala, fue el mismo que prohibió que hubiera jugadores extranjeros en nuestros clubes de balompié. Hasta que, en los 70, hubo que inventar aquello de oriundos para justificar lo inevitable: que el deporte rey se fuera globalizando, como hoy en día ocurre con las mercancías o con los capitales. Nadie concebiría la liga de las estrellas sin Ronaldinho o Etóo, ni comprendería la historia del Cádiz C.F. sin Mágico González. Esa España nueva rica que se estremece con la caída de las bolsas le debe lo suyo a esos modestos jugadores del amanecer, que quizá aguarden hoy mismo en una encrucijada de caminos a que los nuevos manijeros de los cortijos andaluces les señalen con el dedo para trabajar en el campo sin papeles, sin estar federados ni tener derecho a una prima millonaria ni a un seguro en caso de que se rompan el menisco.

Bienvenido sea Sambégou Bangoura, que seguro que defiende nuestros colores como muchos gaditanos defendemos el suyo; pero quizá algún día no vendría mal que el marcador del Carranza luciera un brazalete negro por todos los presuntos cracks que se hundieron en el enorme banquillo del Estrecho sin que llegaran a pisar las orillas de Cádiz ni el legendario césped del sueño europeo.