OPINIóN

Elogio del pudor

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Una de las cabezas mejor amuebladas del país se dolía, hace poco, en una entrevista, de la exhibición pública de los sentimientos que parece instalarse como norma en la parte del mundo que come caliente tres veces al día. No se refería al manido asunto de los programas de cotilleo y telebasura. Hablaba de la impudicia, cuando no perfidia, con la que los dirigentes o personajes públicos mezclan el ámbito personal y el profesional (o político). Ese vicio en expansión cada vez resulta más molesto, por estar tan lejano del sentido común, ya sea en su versión de norteño pudor luterano o del respetuoso hablar sin decir, tan sureño. Un somero repaso a recientes acontecimientos (?) carga de razón al escritor que, de camino, invita a los demás a pensar si se trata de una tendencia creciente que pronto abrirá sucursal en España.

Cerquita, al otro lado del tabique pirenáico, el presidente de Francia (madre de todos los parlamentos actuales) lleva tres meses escenificando el divorcio, noviazgo y presunto recasamiento de su presidente, como si esas, y no otras, fueran las claves de su gestión, las vigas de su compromiso.

Curiosamente, cada anuncio de ruptura, lío y enlace ha coincidido con un asunto peliagudo que –abracadabra– pasa de la portada a la vigésima página cuando el líder político desliza otro capítulo de su vida privada. Nadie se sorprende de que le busquen los fotógrafos del corazón, eso pasa desde Jackie Kennedy o María de las Mercedes, lo que resulta chocante es que pose o comparezca, ante 500 periodistas, en directo para el mundo y (él, en primera persona, por iniciativa propia) hable de la actual actividad de sus genitales o sus sentimientos (según romanticismos).

Revolcones, escapadas, suegras, ex mujer o hijos, todo absolutamente ajeno a su misión, al objetivo para el que fue elegido. Salvo que medie un delito –algo que sólo puede fijar un tribunal, no una revista–, todo eso nunca debe salir de un salón, una cocina o un dormitorio.

¿Qué es caucus, un coche?

Casi al mismo tiempo, en ese farragoso y eterno proceso previo a las elecciones norteamericanas que algunos gaditanos siguen con más interés que las pasadas elecciones municipales –recuerden el dato de la abstención–, Hillary Clinton ha sido capaz de darle la vuelta al resultado de una votación… ¡por una llantina!

Después de leer, al menos, una decena de textos sobre sus lágrimas, resulta imposible sacar en claro qué las produjo. Los corresponsales y columnistas, sólo aciertan a decir que se vino abajo y se derrumbó ante los malos pronósticos y la presión de la carrera presidencial. La respuesta del electorado ante tan interesante, trabajada e influyente propuesta política fue votarla mucho más de lo previsto. Conclusión: ganó por llorar. Al menos, le ayudó llorar. Alguien a quién se le puede llegar a encomendar el gobierno de la primera potencia militar y económica del mundo se derrumba por unos chungos augurios, por la tensión de una lucha que no será ni la milésima parte del estrés que le espera. Lo peor, con mucho, es que la gente premia ese gesto, como si fuera una propuesta para convertir la sanidad en derecho universal, como si tuviera la varita para acabar con el desempleo y virar el rumbo de la recesión norteamericana.

Da igual que sea una mujer o un hombre, homosexual o hetero, la ilógica de premiar un llanto injustificado y hecho público voluntariamente (no se apartó, no se retiró, no paró de hablar) es idéntica. Como en el caso francés, el detalle personal, que debió quedarse dentro de una habitación, de un corro nunca superior a diez parientes o amigos, trasciende y se convierte, por decisión propia, en un acto público, influyente, decisivo frente a las ideas, el trabajo, el compromiso con la comunidad...

De hecho, cualquier análisis que se escuche sobre las elecciones americanas está trufado con un comentario sobre «el hecho histórico de que una mujer o un negro puedan gobernar América», como si hubieran elegido sus órganos o su color de piel antes de nacer. Ninguna de esas dos condiciones tiene que ver con el mérito, con el esfuerzo, con las propuestas ni los programas, pero, definitivamente, estamos en el imperio de lo privado. Lo peor es que la tendencia (aún ajena por suerte a la política nacional y provincial) es que es un reflejo de los nuevos modos en las relaciones cotidianas. Los políticos no vienen de Marte. Son como nosotros. Hace unos años, resultaba menos frecuente oir a una persona soltar una retahíla de problemas personales para justificar por qué había instalado mal un calentador de agua. Ahora –piense en su entorno–, cada vez son más las personas que tienen una excusa íntima para esquivar una exigencia profesional. Que si el divorcio, que si el colegio, que si vivo lejos... Nadie con un mínimo de seso (y bondad en sangre) pretende que sus compañeros de trabajo (o tarea institucional) sean inmunes a un revés o pongan por delante –¡qué asco!– el deber a sus seres queridos, pero ninguno se burla más de una desgracia que ese que la inventa o exagera para reducir su jornada, prolongar un agosto de playa o descargar en otro un encargo. Son esos a los que «siempre les pasa algo», los que creen que a los demás nunca les pasa nada.

Afortunadamente, aún quedan muchos –también alrededor– que reservan los comentarios sobre su pareja, sus partos o males a un círculo privado, que no exhiben jamás su condición de huérfanos, viudos o separados, que nunca ponen el dolor personal como excusa pública, y apechugan mientras acuden al trabajo. Hasta les he visto sonreir, comiendo lágrimas, cumpliendo con los suyos y los otros. Hay muchos, miles, en partiditos o en el mayor despacho de Diputación. Por respeto a su ejemplo, cuidado con esos otros tramposos que parecen estar tan de moda.