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Silencios

Ya sabemos que Telecinco no va a cambiar el título de su nuevo serial Sin tetas no hay paraíso, estrenado ayer. Bueno: nadie dirá que no sabía a qué atenerse. Esperemos que no escriban paraíso con mayúscula. Mientras evaluamos esa sorprendente novedad, podemos hablar de algo de lo que nadie habla: la Ley Audiovisual, que tendría que ser la normativa básica de la tele en España, que debería haberse promulgado ya. El Gobierno la tiene guardada en un cajón y, por lo que parece, las cadenas han puesto silicona a las cerraduras, para que no salga de ahí.

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Esa es exactamente la situación, tal y como denuncian las asociaciones de telespectadores; cierto que a éstas, como al espectador en general, les corresponde aquí el papel de depredado, y nadie parece tener gran interés en que se escuchen sus lamentos. Al contrario, hay cadenas que han llegado a lanzar ofensivas contra estas asociaciones. Hace poco los tribunales condenaban a Telecinco por haber obtenido ilegalmente imágenes con cámara oculta de los responsables de la Federación Ibérica de Asociaciones de Telespectadores y Radioyentes (FIATYR). Es inverosímil que la cadena tuviera miedo a esa asociación; el asunto más bien parece obra de alguien que quiso hacer méritos sin reparar en los medios.

Esa actitud solo puede compararse a la del matón de bar que maltrata al parroquiano más enclenque del establecimiento. Por eso la sentencia es motivo de alborozo. Esta posición dominante de las cadenas es el principal problema del panorama televisivo español. A los canales les gustaría que nos limitáramos a hablar de sus éxitos, pero eso sería tanto como ocultarle a la gente la parte más desagradable de la verdad. Los políticos escurren el bulto y se dedican a hacer de su capa un sayo. A veces es un multimillonario sayo, como el del Gobierno vasco, que va a gastarse en su radiotelevisión autonómica 589 millones de euros de aquí a 2010. Usted y yo aún veremos el día en que nuestros canales autonómicos empiecen a experimentar los mismos naufragios que hoy sufre RTVE. En ambos casos, al ciudadano se le reserva un triste papel: el de mudo pagador.