Un motivo para morir

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Anthony Guiddens, que sabe mucho del tema porque ha estudiado fuera y en colegios concertados, ha dicho que una de las características del hombre del siglo XXI –además de su marcada tendencia a dar por culo a sus congéneres sin que medie razón aparente–, es que «no está dispuesto a morir por nada». La idea parece obvia –de hecho, si en vez un reputado sociólogo la firmara Fernando Esteso, sería merecedora de una larga pedorreta reprobatoria–; pero viniendo de quien viene la cosa tiene su miga. Guiddens afirma que, exceptuando el embrollo mental nihilista que acciona el terrorismo islámico y que carece del mínimo sostén racional, actualmente no hay ninguna ideología, ningún valor, causa, precepto o motivo que impulse a un hombre a jugarse el tipo, más allá que los puramente pecunarios. O lo que es lo mismo: ni patria, ni Dios, ni Marx, ni Franco, ni leche Puleva con galletas María. Dinero. Sólo dinero. Contante y sonante.

La Historia del Mundo Mundial –editorial Fracaso– está sembrada de épicos ejemplos de lo contrario: individuos que, en un momento determinado de sus futiles existencias, hicieron primar algún principio ejemplar al instinto embrionario de sobrevivir, aunque la empresa no mereciera la pena: Viriato, David Croquet, Daoiz y Velarde, Indíbil y Mandonio, Espartaco, Aquiles, El Ché... Monteleón, el Santuario de la Virgen de las Cabezas, la defensa de Madrid, Little Big Horn, Tianamen o Numancia.

Guiddens certifica que se trata de una prueba más de la evolución del hombre. Que estamos más cerca del ideal del raciocinio puro. Pero, en el fondo, no deja de ser un poco triste. De todas formas –y esto no es nuevo– ¿Quién carajo se acuerda del capitán Scott?