Kosovo, precedente
Kosovo no ha sido jamás una entidad étnica ni política diferenciada, a pesar de las leyendas que hacen circular los independentistas. La Kosovo moderna es, como todo el conglomerado balcánico, consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Encrucijada de caminos, la región kosovar es un melting pot de etnias, con predominio de albaneses y serbios. Parte histórica de Serbia, columna vertebral de la Yugoslavia posbélica, la región kosovar tuvo serias dificultades para configurarse autónomamente a despecho del asfixiante centralismo de Belgrado; de ahí que al estallar la zona en 1999 pusiera en tensión sus aspiraciones separatistas, duramente reprimidas por Belgrado, que desarrolló una represión con ribetes claramente genocidas contra aquel enclave. Como es conocido, la OTAN intervino militarmente en defensa de los kosovares y atacó Serbia hasta que, en junio de 1999, Belgrado claudicó y Kosovo, aunque provincia serbia todavía, quedó bajo administración de Naciones Unidas. La mediación de Athisaari ha dado lugar a arduas negociaciones que irremisiblemente van a desembocar en la independencia de hecho de la región, de unos dos millones de habitantes. Los países de la UE que, como España, piensan que esta secesión unilateral contraviene la legislación internacional y constituye un peligroso precedente que atenta contra la estabilidad de las fronteras, dan en todo caso primacía a la paz y estabilidad de los Balcanes, a los que hay que salvar de una nueva guerra.
Actualizado: GuardarEl problema de Kosovo, de alcance político muy concreto y escasamente comparable con otras demandas autonomistas o independentistas de otras regiones europeas sin Estado, tiene un valor arquetípico muy relativo: no es modelo de casi nada, aunque ciertamente se pueda invocar como un precedente político. Y es hasta cierto punto lógico que en nuestro país haya comenzado a ser visto con preocupación por si los nacionalismos periféricos decidieran mirarse en ese espejo tan escasamente bruñido pero espejo al fin. Más cerca de nosotros y más relevante resulta la crisis belga, en la que las rivalidades étnicas se han aliado con penosos extremismos ideológicos hasta el extremo de que siete meses después de unas elecciones generales no ha sido posible formar gobierno todavía por la oposición irreductible entre flamencos y valones.
Ante estas amenazas a la unidad, las voces españolas que se han alzado para prevenir aventuras semejantes han reclamado generalmente sensatez y sentido de los Estado a los dos grandes partidos, que deberían formalizar cuanto antes un gran pacto que sirviese de dique a cualquier intento de secesión. Es evidente que así habrían de hacer PP y PSOE, no sólo ante esta eventualidad concreta sino en todo lo referente a la estructura del Estado. Ha sido sencillamente lamentable que las dos fuerzas vertebradoras de la realidad nacional hayan sido incapaces de preservar el consenso con que se desarrolló el Estado de las Autonomías, y que ello haya sucedido precisamente en el momento de reformarlo por primera vez. Y ha resultado igualmente bochornoso comprobar que el disenso no ha brotado de graves diferencias ideológicas, sino por pura rivalidad genérica, por simple ambición de poder.
Ganivet hizo con agudeza el patético retrato de hoy mismo: «Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que parece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada».