Opinion

La corona reforzada

El viaje de los Reyes a Ceuta y Melilla, que en apariencia ha deteriorado las relaciones con Marruecos cuando éstas eran las mejores en muchos años, podría haber servido sin embargo para clarificar y consolidar este vínculo bilateral. Efectivamente, resultaba insostenible que los lazos de vecindad entre Rabat y Madrid pervivieran eternamente establecidos sobre la ambigüedad del statu quo de ambas plazas de soberanía, «ciudades españolas» según la Constitución de 1978 pero que durante más de treinta años no fueron visitadas oficialmente ni por el presidente del Gobierno ni por el jefe del Estado.

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Hoy, después de que Rodríguez Zapatero las visitase a principios de 2006 y de que los Reyes hayan hecho lo propio esta semana, las coordenadas políticas y diplomáticas de la amistad hispano-marroquí se aclaran: España está a favor de una autonomía del Sáhara Occidental bajo la soberanía de Rabat y, en cambio, reivindica la españolidad de los territorios del norte históricamente vinculados a la Corona de Castilla, sobre los cuales podría abrirse en circunstancias adecuadas y siempre a largo plazo un proceso de reflexión, siempre sobre la base de que Madrid no va a renunciar a su soberanía, aunque sí podría establecerse quizá alguna fórmula de cosoberanía.

Pero del mismo modo que la visita regia a Ceuta y Melilla auspiciada por el Gobierno socialista ha repercutido en la política interna, también ha tenido un efecto positivo sobre la institución monárquica, que ha salido subjetivamente reforzada. En efecto, no siempre es visible el papel de la Corona precisamente a causa de su valor eminentemente simbólico, que sólo se hace presente en ocasiones singulares. Ocasiones en las que la adhesión al Rey resume una pertenencia mucho más compleja, que en este caso ha sido explícita y vehementemente manifestada. La institución monárquica, pese a sus evidentes anacronismos que nadie discute, desempeña mejor que la institución republicana la abstracta función vertebradora de los Estados nacionales. Sus elementos mistéricos, incluso irracionales, aunque vinculados a la idea de continuidad generacional, son idóneos para inspirar a su alrededor las redes de solidaridad que caracterizan a las sociedades modernas. Y en nuestro caso, ese Estado compuesto tan plural, asimétrico y descentralizado encuentra su referente natural en la Corona, que es la única institución capaz de trascender de las fuertes rivalidades partidistas para dejar establecidos los nexos que dan corporeidad y sentido al conjunto. De algún modo, en fin, el papel desempeñado por los Reyes en las plazas de soberanía ha dejado al desnudo el engrudo que la institución encarna y que facilita un concepto moderno de unidad.

Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Carta Magna y probablemente el constitucionalista que mejor ha encajado a la institución monárquica en el entramado constitucional de este país, escribía hace unos pocos años en la prensa que «en la Constitución de 1978, la Monarquía se dibuja como el supremo órgano del Estado que encarna su unidad y permanencia, que no tiene prerrogativa, no es ni legislativo, ni ejecutivo ni judicial, porque representa el referente formal que transmite solemnemente las decisiones de los poderes públicos y de manera eminente la dignidad del Estado». Semejante misión se hace visible esporádicamente, como es el caso, y entonces se percibe cabalmente, a modo de recordatorio, la elevada funcionalidad de la Corona, cuya suerte está indisolublemente ligada a la del régimen político. Después de ciertos incidentes que, además injustos, han retratado a sus promotores, la Corona ha reforzado con estos viajes su envergadura, que es el reflejo de la solidez inquebrantable del sistema.