LA RAYUELA

Santiago Matamoros

Había entrado a la iglesia del pequeño pueblo del que procede mi familia acompañando a un amigo. En un lateral estaba la típica estatua del apóstol Santiago blandiendo la espada, montado en su caballo blanco. La estatua me resultaba muy familiar y no pude apartarla del pensamiento hasta que recordé que estuvo unos meses hospedada en la casa de mis abuelos mientras se acometía la reforma de la iglesia al calor del Concilio Vaticano II.

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Me costó reconocerla porque la encontraba distinta, como si le faltara algo. Parecía más airosa y clara de lo que la recordaba en mi infancia. Y es que, en efecto, había perdido a los moros que, vencidos, yacían decapitados a los pies del caballo. ¿Cómo había podido olvidar aquellas cabezas sangrantes? teniendo en cuenta que la estatua estuvo guardada en una habitación en semi penumbra y aquella terrorífica escena me caía a la altura de los ojos.

Pregunté a alguien que me saludó, con tal suerte que era uno de los molineros que picaron el granito del ábside en aquellas obras que sustituyeron el gran retablo barroco del XVIII por la piedra desnuda. Me contó que a Santiago le habían quitado los moros de debajo porque así lo había propuesto el señor cura porque le parecía mal que estando el pueblo lleno de inmigrantes de Marruecos, se luciera al santo matándolos. Total, que la cofradía de Santiago había aceptado quitarlos y los habían guardado en el coro. Así que subí impaciente, buscando la imagen que tantas pesadillas me produjo y, en efecto, allá estaba, llena de polvo y abandonada en el suelo, entre el órgano y restos policromados de estatuas, retablos y angarillas de procesionar santos.

Me pareció que la imagen de los moros, que había sido tallada como un conjunto, tenía mucho más interés artístico que la del apóstol. La expresividad de los desafortunados vencidos por la espada de la verdadera fe es realmente muy convincente y el diseño ingenioso. Tiene una figura de moro con turbante que, asustado, sostenía la panza del caballo, mientras las cabezas cortadas muestran la agonía de la muerte en medio de un charco de sangre. De verdad, impresionante. Hay imágenes como ésta, con moros incluidos, en multitud de capillas de España (e incluso en algunas latinoamericanas) y con mucha frecuencia adornadas con la bandera nacional.

Salí de la iglesia pensando acerca de la mezcolanza de religión y nacionalismo con la que se ha construido nuestra identidad. Nada como este binomio ha hecho correr tanta sangre. Ha sido utilizada históricamente por los que detentaban el poder o aspiraban a conseguirlo para hacer que la gente se sacrificara o muriera por ellos y aceptara sus privilegios.

Así que me van a perdonar que me sienta indispuesto cuando contemplo cómo un partido político que se autodenomina de centro, se envuelve en la bandera de todos como si fuera suya, acaudilla la defensa de los privilegios de una religión concreta, no reniega del pasado ominoso de «la cruzada», aplaude la santificación de las víctimas del terror de sólo una de las partes y hace de todo ello su programa electoral en pleno siglo XXI y en la octava potencia económica mundial. La clave puede estar en las «Las cartas a un joven español», destinadas a un tal Santiago, que no es otro que el eterno ¿Santiago y cierra España!