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Que sí pare la música

Qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte, que repiten como papagayos los del programa insoportable. Vaya tela, en más castizo. No sé qué habrá dicho el equivalente a Pedro Pacheco allá en los EE. UU. de A., pero la cosa sería para tomársela directamente a cachondeo si no fuera, ya de por sí, absolutamente patética. Una buena señora (venga, va, usemos la terminología correcta, una presunta buena señora) se descarga de Internet un puñado de canciones y la trincan.

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Y no sólo la trincan, sino que la ponen en la picota, hacen de ella escarmiento y anuncio general, como los ahorcados despedazados en los cruces de caminos de la antigüedad cada día menos antigua, como al reo al que calzaban los cepos y lo tenían allí de blanco de tomates y escupitajos hasta romperlo, y le ponen una multa estratosférica, una cifra de ciencia ficción dura, una cantidad de ceros que uno echa mano a la calculadora y la calculadora se queda sin pilas del puro esfuerzo de calcular cuánto supone el cosqui en horas extras. Madre del amor hermoso, doscientos veintidós mil dólares (que al cambio, si llevan ustedes suelto, son algo así como ciento cincuenta y seis mil euros). Haciendo la cuenta de la vieja, 9.250 dólares por cada una de las veinticuatro canciones que la señora en cuestión se bajó para su disfrute. En las series de abogados norteamericanos, uno está acostumbrado a ver a los más pintorescos frikis trabajando en el puesto de juez, pero ni por esas se justifica el fallo: aquí quien ha decidido ha sido un jurado. Imagino que la pobre mujer (ahora, efectivamente, mucho más pobre) no volverá a escuchar una canción en su vida. Ni comprando los discos, oiga.

A mí, qué quieren ustedes que les diga, estando de parte de la protección de los derechos de autor (a todos nos parece de justicia cobrar por nuestro trabajo, ¿no?), se me antoja una barbaridad desproporcionada esta sentencia. Los avances tecnológicos son los que han permitido que la música (estamos hablando de música) se difunda hasta cotas insospechadas, pero de toda la vida de Dios, antes de que existiera Internet y los programas de intercambio de archivos online, grabábamos de la radio las canciones que emitían entre anuncio y anuncio, y cuando un amiguete compraba un disco, allá que íbamos todos con el casette prehistórico comprado en Ceuta a grabarlo, a veces estando calladitos como Harpo Marx mientras sonaba la música, porque todavía no habían inventado el cable directo.

Cierto, hay quien confunde acceso gratuito a la música con acumular tooooooda la música que puedan, por el simple hecho de que no les cuesta un céntimo, olvidando esa maravillosa facultad humana que es discernir y elegir el trigo de la paja, lo que trae como rémora el hecho de que se pierda la perspectiva de los baremos de calidad y, en el fondo, estemos haciendo un poquito la puñeta (pero sólo un poquito, a niveles económicos) a nuestros cantantes y grupos favortitos.

Otra cosa es la saña. Que el peso de la ley caiga contra una madre soltera por tan ridículo número de canciones hace sospechar que el Gran Hermano, en efecto, nos vigila mientras hace la vista gorda a otras cosas mucho más terribles que circulan por Internet, desde redes de pederastia a organizaciones terroristas o guías A a la Z para construir bombas. Claro que ni los pederastas, ni los terroristas, ni los supervivencialistas del fin del mundo tienen detrás a los mejores bufetes de abogados para salirse de rositas.

Dicen que en España esto no nos afecta, porque existe el derecho a la copia privada y, a fin de cuentas, ya somos todos presuntos piratas nada más que por comprar un cedé virgen y pagamos por adelantado parte de la multa. Yo de ustedes no me fiaría demasiado. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, y sus sueldos embargar de por vida, cuidado. Otros veintiséis mil particulares van a pasar por los tribunales yanquis, igual que la buena señora. Verán ustedes cómo aquí, pronto, los imitamos. Todo sea por difundir la cultura.